jueves, 10 de febrero de 2011

Premio Goethe. (1930) / Carta
al doctor Alfons Paquet

Premio Goethe. (1930) / Carta
al doctor Alfons Paquet

Sigmund Freud / Obras Completas de Sigmund Freud. Standard Edition.
Ordenamiento de James Strachey / Volumen 21 (1927-31). El porvenir de una
ilusión. El malestar en la cultura y otras obras / Premio Goethe. (1930) / Carta
al doctor Alfons Paquet

Carta al doctor Alfons Paquet

Grundlsee, 3.8.1930

Mi estimado Dr. Paquet:

No he sido halagado por los honores públicos y por eso me habitué a prescindir de ellos. Pero no negaré que la adjudicación del Premio Goethe de la ciudad de Francfort me alegró mucho. Hay algo en él que enciende la fantasía, y una de sus cláusulas disipa la humillación que suele condicionar tales distinciones.

Debo agradecerle en particular su carta, que me ha conmovido y asombrado. Aparte de su amable profundización en el carácter de mí obra, nunca había visto discernidos antes con tanta claridad los secretos propósitos personales de ella, y de buena gana le preguntaría cómo llegó usted a conocerlos.

Con pesar me he enterado, por la carta que usted dirigió a mi hija, de que no lo veré en lo inmediato, y a mi edad toda posposición se vuelve azarosa. Desde luego, recibiré con sumo gusto al caballero (Dr. Michel) cuya visita usted me anuncia.

Por desdicha, no puedo asistir a la celebración en Francfort; mi salud es demasiado frágil para esa empresa. La sociedad no perderá nada con ello, pues sin duda será más agradable ver y escuchar a mi hija Anna que a mí. Leerá algunas palabras que versan sobre las relaciones de Goethe con el psicoanálisis y defienden a los analistas del reproche de faltarle el debido respeto al grande hombre con sus intentos de hacerlo objeto del análisis. Espero se aceptará el giro que he impreso al tema propuesto -mis «íntimos vínculos como hombre e investigador con Goethe»-, y en caso contrarío tenga usted la amabilidad de hacérmelo saber.

Sinceramente suyo, Sigmund Freud

Alocución en la casa de Goethe, en Francfort

El trabajo de mi vida tendió a una sola meta. Observé las más sutiles perturbaciones de la operación anímica en sanos y enfermos, y a partir de tales indicios quise descubrir -o, si ustedes lo prefieren, colegir- cómo está construido el aparato que sirve a esas operaciones, así como las fuerzas que en él producen efectos conjugados o contrarios. Lo que nosotros, yo, mis amigos y colaboradores, pudimos aprender por ese camino nos pareció sustantivo para la edificación de una ciencia del alma que permita comprender los procesos normales y los patológicos como parte de un mismo acontecer natural.

De tal estrechez me sacó la distinción de ustedes, que tanto me ha sorprendido. Al convocar la figura de la gran personalidad universal nacida en esta casa, que vivió su niñez en estas habitaciones, uno es invitado por así decir a justificarse ante ella, a preguntarse por su reacción en caso de que su mirada, atenta a cada innovación de la ciencia, hubiera recaído también sobre el psicoanálisis.

Por la versatilidad de sus intereses, Goethe se pareció a Leonardo da Vinci, el maestro del Renacimiento, artista e investigador como él. Pero las figuras humanas nunca pueden repetirse, y tampoco faltan profundas diferencias entre estos dos grandes. En la naturaleza de Leonardo, el investigador no se compadecía con el artista, lo perturbaba y acaso terminó por ahogarlo. En la vida de Goethe ambas personalidades hallaron sitio una junto a la otra, predominando alternadamente por épocas. En el caso de Leonardo parece posible ligar tal perturbación con aquella inhibición de su desarrollo que apartó su interés de todo lo erótico y, con ello, de la psicología. En este punto, la naturaleza de Goethe pudo desplegarse con mayor libertad.

Yo pienso que Goethe no habría desautorizado al psicoanálisis de manera tan inamistosa como tantos de nuestros contemporáneos. En varios aspectos se le había aproximado, por su propia intelección discernió mucho de lo que luego pudimos corroborar, y numerosas concepciones que nos han valido crítica y burlas son sustentadas por él como algo evidente. Por ejemplo, le resultaba familiar la incomparable intensidad de los primeros lazos afectivos de la criatura humana. En la «Dedicatoria» de su poema Fausto la celebró con palabras que nosotros, los analistas, podríamos repetir para cada análisis:

«De nuevo aparecéis, formas flotantes,

como ya antaño ante mis turbios ojos.


¿Debo intentar ahora reteneros?

y cual vieja leyenda casi extinta la amistad vuelve y el amor primero».

Se explicó la más intensa atracción amorosa que experimentó como hombre maduro prorrumpiéndole a su amada: «¡Ah! Fuiste en tiempos pasados mi hermana o mi mujer». Con ello no ponía en entredicho que esas imperecederas inclinaciones iniciales toman por objeto a personas del propio círculo familiar.

Goethe parafrasea el contenido de la vida onírica con las palabras tan evocativas:

«Lo no sabido por los hombres,


o aquello en lo cual no repararon,


vaga en la noche
por el laberinto del pecho».

Tras la magia de esos versos reconocemos el venerable e indiscutiblemente certero enunciado de Aristóteles de que el soñar es la continuación de nuestra actividad anímica en el estado del dormir, unido al reconocimiento de lo inconciente, que sólo el psicoanálisis añadió. Únicamente el enigma de la desfiguración onírica no encuentra ahí resolución.

En Ifigenia, acaso su poema más sublime, Goethe nos presenta el conmovedor ejemplo de una expiación, de una liberación del alma sufriente de la presión de la culpa, y hace que esa catarsis se consume mediante un apasionado estallido de sentimientos bajo el benéfico influjo de una simpatía amorosa. Y aun él mismo intentó repetidas veces prestar ayuda psíquica, como a aquel desdichado que se menciona bajo el nombre de Kraft en el epistolario, y al profesor Plessing, de quien habla en Campaña en Francia; el procedimiento empleado iba mucho más allá de los métodos de la confesión católica y presentaba, en sus detalles, notables puntos de contacto con la técnica de nuestro psicoanálisis. Comunicaré ahora por extenso un ejemplo de influjo psicoterapéutico, así llamado en broma por Goethe, porque acaso sea poco conocido y, no obstante, es muy característico.

De una carta a Frau von Stein (nº 1444, del 5 de setiembre de 1785):

«Ayer por la tarde llevé a cabo un artificio psicológico. Frau Herder seguía en un estado de tensión del tipo más hipocondríaco a causa de todas las cosas desagradables que le habían ocurrido en CarIsbad. En particular, de parte de quien había sido su compañera en la casa. Le hice referirme y confesarme todo, desaguisados ajenos y faltas propias, con las menores circunstancias que las rodearon y sus consecuencias, y por último la absolví, dándole a entender en broma, bajo esta fórmula, que tales cosas habían quedado deshechas y abismadas en lo profundo del océano. Ello le plugo mucho y quedó realmente curada».

Goethe siempre respetó a Eros, nunca intentó empequeñecer su poder, siguió a sus exteriorizaciones primitivas o aun traviesas con no menor atención que a las sublimadas en extremo y, según me parece, no sostuvo con menor decisión que Platón en una época anterior su unidad esencial a través de todas sus formas de manifestación. Y acaso sea algo más que una casual coincidencia que en Las afinidades electivas aplicase a la vida amorosa una idea tomada del círculo de representaciones de la química, vínculo este que atestigua el nombre mismo del psicoanálisis.

Estoy preparado para recibir el reproche de que nosotros, los analistas, perdimos nuestro derecho a ponernos bajo la adveración de Goethe por haberlo ofendido, haber faltado a la veneración que le es debida intentando aplicarle el análisis, degradando al grande hombre a la condición de objeto de la investigación analítica. Pero, en primer término, yo cuestiono que ello se proponga o signifique una degradación.

Todos los que veneramos a Goethe aceptamos sin mayores protestas los empeños de los biógrafos por conocer su vida a partir de los informes y documentos existentes. Pero, ¿qué nos proporcionan esas biografías? Ni siquiera la mejor y más completa de ellas responde las dos preguntas que parecen las únicas dignas de interés. No esclarecería el enigma de las maravillosas dotes que hacen al artista, y no podría ayudarnos a aprehender mejor el valor y el efecto de sus obras. No obstante, es indudable que una biografía tal satisface en nosotros una intensa necesidad. Bien claro lo sentimos cuando el disfavor de la tradición histórica deniega la satisfacción de esa necesidad, por ejemplo, en el caso de Shakespeare. Es innegable que a todos nos resulta penoso no saber todavía quién fue el autor real de las comedias, tragedias y sonetos de Shakespeare, si lo fue de hecho el indocto hijo del pequeño burgués de Stratford, que alcanzó en Londres una modesta posición como comediante, o más bien Edward. de Veré, decimoséptimo Conde de Oxford, hereditario Lord Great Chamberlain of England, de alta cuna y refinada cultura, apasionado y turbulento, un aristócrata en alguna medida desclasado. Ahora bien, ¿qué justificación tiene semejante necesidad de conocer las circunstancias de la vida de un hombre cuando sus obras han pasado a ser tan significativas para nosotros? Suele decirse que es el afán de obtener también una aproximación humana. Admitámoslo; es entonces la necesidad de conseguir vínculos afectivos con tales hombres, integrarlos en la serie de padres, maestros, modelos que hemos conocido o cuya influencia ya hemos experimentado, con la expectativa de que su personalidad resultará tan grandiosa y digna de admiración como las obras que de ellos poseemos.

Empero, confesemos que entra en juego otro motivo todavía. La justificación del biógrafo contiene también una confesión. El no quiere menoscabar al héroe, sino acercárnoslo; pero ello equivale a disminuir la distancia que nos separa de él, y por lo tanto obra en el sentido de una degradación. Y es inevitable; si queremos averiguar más sobre la vida de un grande hombre nos enteraremos de oportunidades en que no obró de hecho mejor que nosotros, y en que efectivamente se nos aproximó en lo humano. A pesar de ello, creo que declararemos legítimos los empeños de la biografía. Por lo demás, nuestra actitud hacia padres y maestros es ambivalente, pues la veneración que les tenemos oculta en general un componente de rebelión hostil. Es una fatalidad psicológica, no es posible modificarla sin violenta sofocación de la verdad; y no puede menos que hacerse extensiva a nuestra relación con los grandes hombres cuya historia pretendemos investigar.

Cuando el psicoanálisis se pone al servicio de la biografía tiene, desde luego, el derecho de no ser tratado con mayor dureza que ella. Puede proporcionar muchas informaciones que por otra vía no se conseguirían, y mostrar así nuevos nexos en la obra maestra del tejedor que entrama las disposiciones pulsionales, las vivencias y las obras de un artista. Puesto que es una de las funciones principales de nuestro pensar la de dominar psíquicamente el material del mundo exterior, creo que debería agradecerse al psicoanálisis si, aplicado al grande hombre, contribuye a la comprensión de su gran logro. Pero confieso que en el caso de Goethe no hemos conseguido mucho. Ello se debe a que no sólo fue como poeta un gran revelador, sino, a pesar de la multitud de documentos autobiográficos, un cuidadoso ocultador. No podemos dejar de recordar aquí las palabras de Mefistófeles:

«Lo mejor que alcanzas a saber

no puedes decirlo a los muchachos».

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