martes, 14 de diciembre de 2010

"Lo que debo a los antiguos"


por Friedrich Nietzsche.

Traducción: A. Sánchez Pascual.








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Para concluir, una palabra sobre aquel mundo para penetrar en el cual yo he buscado accesos, para penetrar en el cual acaso yo haya encontrado un acceso nuevo -el mundo antiguo-. Mi gusto, que tal vez sea la antítesis de un gusto tolerante, también aquí está lejos de decir sí en bloque: en general no le gusta decir sí, algo más le gusta decir no, lo que más le place es no decir absolutamente nada... Esto se aplica a culturas enteras, se aplica a libros, -se aplica también a lugares y paisajes. En el fondo son poquísimos los libros antiguos que cuentan en mi vida; entre ellos no están los más famosos. Mi sentido del estilo, del epigrama como estilo, se despertó casi de manera instantánea al contacto con Salustio. No he olvidado el asombro de mi venerado profesor Corssen cuando tuvo que dar la nota más alta de todas a su peor latinista-, de un solo golpe estuve yo a punto. Prieto, riguroso, con la mayor sustancia posible en el fondo, una fría malicia contra la «palabra bella», también contra el «sentimiento bello» -en esto me adiviné a mí mismo. Se reconocerá en mí, y ello incluso en mi Zaratustra, una ambición muy seria de lograr un estilo romano, un aere perennius en el estilo. -Lo mismo me pasó en mi primer contacto con Horacio. Hasta hoy no he sentido con ningún poeta aquel mismo arrobamiento artístico que desde el comienzo me proporcionó una oda horaciana. Lo que aquí se ha alcanzado es algo que, en ciertos idiomas, ni siquiera se lo puede querer. Ese mosaico de palabras, donde cada una de ellas, como sonoridad, como lugar, como concepto, derrama su fuerza a derecha y a izquierda y sobre el conjunto, ese minimum en la extensión y el número de signos, ese maximum, logrado de ese modo, en la energía de los signos -todo eso es romano y, si se me quiere creer, aristocrático par excellence. En comparación con ello el resto entero de la poesía se transforma en algo demasiado popular,- en mera charlatanería sentimental...

2

A los griegos no les debo en modo alguno impresiones tan fuertes como ésas; y, para decirlo derechamente, ellos no pueden ser para nosotros lo que son los romanos. De los griegos no se aprende -su modo de ser es demasiado extraño, es también demasiado fluido para causar un efecto imperativo, un efecto «clásico». ¡Quién habría aprendido jamás a escribir de un griego! ¡Quién lo habría aprendido jamás sin los romanos!... No se me ponga la objeción de Platón. En relación con Platón yo soy un escéptico radical, y nunca he sido capaz de estar de acuerdo con la admiración por el Platón artista, que es tradicional entre los doctos. En última instancia, aquí tengo de mi parte a los más refinados jueces del gusto entre los mismos antiguos. Platón entremezcla, a mi parecer, todas las formas del estilo, con ello es un primer décadent del estilo: tiene sobre su conciencia una culpa semejante a la de los cínicos que inventaron la satura Menippea. Para que el diálogo platónico, esa especie espantosamente autosatisfecha y pueril de dialéctica, pueda actuar como un atractivo es preciso que uno no haya leído jamás buenos franceses, -Fontenelle por ejemplo. Platón es aburrido.- En última instancia, mi desconfianza con respecto a Platón va a lo hondo: lo encuentro tan descarriado de todos los instintos fundamentales de los helenos, tan moralizado, tan cristiano anticipadamente -él tiene ya el concepto «bueno» como concepto supremo- que a propósito del fenómeno entero Platón preferiría usar, más que ninguna otra palabra, la dura expresión «patraña superior», o, si ella gusta más al oído, idealismo. Se ha pagado caro el que ese ateniense fuese a la escuela de los egipcios (-¿o de los judíos en Egipto?) En la gran fatalidad del cristianismo Platón es aquella ambigüedad y fascinación que hizo posible a las naturalezas más nobles de la Antigüedad el malentenderse a sí mismas y el poner el pie en el puente que llevaba hacia la «cruz»... ¡Y cuánto Platón continúa habiendo en el concepto «Iglesia», en la organización, en el sistema en la praxis de la Iglesia! - Mi recreación, mi predilección, mi cura de todo platonismo ha sido en todo tiempo Tucídides Tucídides, y, acaso, el Príncipe de Maquiavelo son los más afines a mí por la voluntad incondicional de no dejarse embaucar en nada y de ver la razón en la realidad, -no en la «razón», y menos aún en la «moral»... Del deplorable embellecimiento de los griegos con los colores del ideal, que es el premio que el joven «de formación clásica» obtiene de su adiestramiento en la enseñanza media para la vida, ninguna otra cosa cura más radicalmente que Tucídides. Hay que examinar con detalle cada una de sus -líneas y descifrar sus pensamientos ocultos con igual claridad que sus palabras: hay pocos pensadores tan ricos en pensamientos ocultos. En él alcanza su expresión perfecta la cultura de los sofistas, quiero decir, la cultura de los realistas: ese inestimable movimiento en medio de la patraña de la moral y del ideal propia de las escuelas socráticas, que entonces comenzaba a irrumpir por todas partes. La filosofía griega como décadence del instinto griego; Tucídides, como la gran suma, la última revelación de aquella objetividad fuerte, rigurosa, dura, que el heleno antiguo tenía en su instinto. El valor frente a la realidad es lo que en última instancia diferencia a naturalezas tales como Tucídides y Platón: Platón es un cobarde frente a la realidad, -por consiguiente, huye al ideal; Tucídides tiene dominio de sí,- por consiguiente, tiene también dominio de las cosas...

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De ventear en los griegos «almas bellas», «áureas mediocridades» y demás perfecciones, de admirar en ellos, por ejemplo, la calma en la grandeza, los sentimientos ideales, la simplicidad elevada de esa «simplicidad elevada», que es en el fondo una niaiserie allemande, he estado yo preservado por el psicólogo que llevaba dentro de mí. Yo he visto su más fuerte instinto, la voluntad de poder, yo he visto a los griegos temblar ante la violencia indomable de ese instinto, - yo he visto a todas sus instituciones brotar de medidas defensivas para asegurarse unos a otros contra su materia explosiva interior. La enorme tensión en el interior se descargaba luego en una enemistad terrible y brutal hacia el exterior: las ciudades se despedazaban unas a otras para que los habitantes de cada una de ellas encontrasen tregua de sí mismos. Se tenía necesidad de ser fuerte: el peligro se hallaba cerca, - estaba al acecho en todas partes. La magnífica agilidad corporal, el temerario realismo e inmoralismo que es propio del heleno fue una necesidad, no una naturaleza. Fue una consecuencia, no existió desde el comienzo. Y con las fiestas y las artes no se quería tampoco otra cosa que sentirse a sí mismo por encima, mostrarse por encima: son medios, para glorificarse a sí mismo y a veces para inspirar miedo de sí.. ¡Juzgar a los griegos por sus filósofos, a la manera alemana, utilizar, por ejemplo, la mojigatería de las escuelas socráticas para explicar qué es, en el fondo, helénico!...Los filósofos son, en efecto, los décadents del mundo griego, el movimiento de oposición al gusto antiguo, aristocrático (- al instinto agonal, a la polis, al valor de la raza, a la autoridad de la tradición). Las virtudes socráticas fueron predicadas porque los griegos las habían perdido: como todos ellos eran irritables, miedosos, inconstantes, comediantes, tenían unas cuantas razones de más para hacerse predicar la moral. No es que esto haya proporcionado alguna ayuda: pero les caen tan bien a los décadents las palabras y los gestos grandes.

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Yo fui el Primero que, para comprender el instinto helénico más antiguo, todavía rico e incluso desbordante, tomé en serio aquel maravilloso fenómeno que lleva el nombre de Dioniso: el cual sólo es explicable Por una demasía de fuerza. Quien profundiza en los griegos, como Jakob Burckhardt de Basilea, el más profundo conocedor de su cultura que hoy vive, se dio en seguida cuenta de que esto tenía importancia: Burckhardt añadió a su Cultura de los griegos un capítulo especial sobre el mencionarlo fenómeno. Si se quiere la antítesis de esto, véase la casi regocijante pobreza de instintos mostrada por los filósofos alemanes cuando se acercan a lo dionisíaco. Sobre todo el famoso Lobeck, que se introdujo a rastras en este mundo de estados misteriosos con la venerable seguridad de un gusano desecado entre libros, y se persuadió de que era científico siendo frívolo e infantil hasta la nausea -Lobeck ha dado a entender, con gran despliegue de erudición, que propiamente ninguna de esas curiosidades tiene importancia. De hecho, dice acaso los sacerdotes comunicasen a los participantes en tales orgías algo no carente de valor, como, por ejemplo, que el vino incita al placer, que a veces el hombre vive de frutos, que las plantas florecen en la primavera, y en el otoño se marchitan. En lo que se refiere a aquella chocante riqueza de ritos, símbolos y mitos de origen orgiástico, de que el mundo antiguo pulula literalmente, Lobeck encuentra en ella una ocasión de alcanzar un grado más alto de ingeniosidad. «Los griegos», dice en Aglaophamus, I, 672, «cuando no tenían otra cosa que hacer, reían, saltaban, corrían de un lado para otro, o, dado que a veces el hombre encuentra también placer en ello, se sentaban, lloraban y se lamentaban. Más tarde vinieron otros y buscaron alguna razón que explicase ese comportamiento sorprendente; y así surgieron, para explicar tales usos, aquellas innumerables leyendas festivas y mitos. Por otra parte se creyó que las bufonadas que tenían lugar en los días de fiesta formaban parte también, necesariamente, de la celebración festiva, y se las conservó como una parte imprescindible del culto».-Esta es una charlatanería despreciable, a un Lobeck no se lo tomará en serio ni un solo instante. De manera completamente distinta nos sentimos impresionados al examinar el concepto «griego» que Winckelmann y Goethe se formaron, y lo encontramos incompatible con el elemento de que brota el arte dionisíaco, - con el orgiasmo. De hecho yo no dudo de que, por principio, Goethe habría excluido algo así de las posibilidades del alma griega. Por consiguiente, Goethe no entendió a los griegos. Pues sólo en los misterios dionisíacos, en la psicología del estado dionisíaco se expresa el hecho fundamental del instinto helénico - su «voluntad de vida». ¿Qué es lo que el heleno se garantizaba a sí mismo con esos misterios? La vida eterna, el eterno retorno de la vida; el futuro, prometido y consagrado en el pasado; el sí triunfante dicho a la vida por encima de la muerte y, del cambio; la vida verdadera como supervivencia colectiva mediante la procreación, mediante los misterios de la sexualidad. Por ello el símbolo sexual era para los griegos el símbolo venerable en sí, el auténtico sentido profundo que hay dentro de toda la piedad antigua. Cada uno de los detalles del acto de la procreación, del embarazo, del nacimiento, despertaba los sentimientos más elevados y solemnes. En la doctrina de los misterios el dolor queda santificado: los «dolores de la Parturienta» santifican el dolor en cuanto tal, - todo devenir y crecer, todo lo que es una garantía del futuro implica dolor... Para que exista el placer del crear, para que la voluntad de vida se afirme eternamente a sí misma, tiene que existir también eternamente el «tormento de la parturienta»... Todo esto significa la palabra Dionisio: yo no conozco una simbólica más alta que esta simbólica griega, la de las Dionisias. En ella el instinto más profundo de la vida, el del futuro de la vida, el de la eternidad de la vida, es sentido religiosamente, - la misma vía hacía la vida la procreación, es sentida como la vía sagrada... Sólo el cristianismo, que se basa en el resentimiento contra la vida, ha hecho de la sexualidad algo impuro: ha arrojado basura sobre el comienzo, sobre, el presupuesto de nuestra vida...

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La psicología del orgíasmo entendido como un desbordante sentimiento de vida y de fuerza, dentro del cual el mismo dolor actúa como estimulante, me dio la clave para entender el concepto de sentimiento trágico, que ha sido malentendido tanto por Aristóteles como especialmente por nuestros pesimistas. La tragedia está tan lejos de ser una prueba del pesimismo de los helenos en el sentido de Schopenhauer, que ha de ser considerada,.antes bien, como rechazo y contra-instancia decisivos de aquél. El decir sí a la vida incluso en sus problemas más extraños y duros: la voluntad de vida, regocijándose de su propia inagotabilidad al sacrificar a su tipos más altos, - a eso fue a lo que yo llamé dionisíaco, eso fue lo que yo adiviné como puente que lleva a la psicología del poeta trágico. No para desembarazarse del espanto y la compasión, no para purificarse de un afecto peligroso mediante una vehemente descarga del mismo - así lo entendió Aristóteles -: sino para, mas allí del espanto y la compasión, ser nosotros mismos el eterno placer del devenir, - ese placer que incluye en sí también el placer del destruir... Y con esto vuelvo a tocar el sitio de que en otro tiempo partí - El nacimiento de la tragedia fue mi primera transvaloración de todos los valores: con esto vuelvo a situarme otra vez en el terreno del que brotan mí querer, mi poder - yo, el último discípulo del filósofo Dioniso, - yo, el maestro del eterno retorno...

De El crepúsculo de los ídolos.

lunes, 6 de diciembre de 2010

"Orígenes de la Poesía" por Luigi Pirandello.


La Nación , 9 de abril de 1933).

Pensad cómo nace un artista. Nace un niño. Parece difícil imaginar a Dante niño o a Shakespeare o a Cervantes, esto es, los mundos que estos nombres representan, en su infancia. Casi se creería despojarlos de su valor. A Dante, Shakespeare, Cervantes niños se procura prestarles dotes especiales; se piensa: habrán sido niños prodigios. Y nada es más falso. Un espíritu que, llegado a su madurez, será capaz de síntesis originales, es decir, de expresar un peculiar sentimiento suyo de la vida al través de los modos de arte, situaciones y personajes, que dimanarán de su concepción de la vida, la cual se habrá formado en él con la experiencia y con la reflexión, experiencia de dolor y reflexión hecha de rebelión contra aquel dolor y de victorias nunca jamás decisivas, no puede tener en un principio la habilidad que en un niño sorprenden a los adultos. Para llegar donde llegará es necesario una escuela de la vida tan inadecuada para los hábitos como eficaz para cierta clase de espíritus vírgenes y pacientes: espíritus verdaderamente infantil en el comienzo y buen escolar, no digo en la escuela, sino en la vida, buen escolar, que necesita en primer lugar una buena fe plena con respecto a las cosas que aprende. Esta buena fe es la ingenuidad misma en su fondo, de donde la necesidad de creer en los aspectos de la vida; así como la atención continua y la seriedad íntima con las cuales se sigue y considera las enseñanzas, significa un humilde y amoroso concepto del pequeño espíritu vivo con respecto a las grandes cosas vivas que poco a poco tornase propiedad suya. Buena fe, credulidad y respeto absolutamente necesarios para acumular amargos desengaños, crueles desilusiones, golpes feroces y todos los errores de la inocencia, por los cuales las experiencias devienen válidas, y la educación del espíritu, logra a sí a expensas propias, sirve para hacerlo crecer, manteniéndolo puro, desarrollando sólo sus aptitudes adecuadas, y para dejarlo, como es justo que sea un artista, inadaptada la vida. En efecto, él deberá crear, con la ilusión de crearse, aquella vida que siente y en la cual puede creer.


Crear formas de vida o formas vivas, que es lo mismo, es obra ingenua y natural a la cual no podría conducir habilidad ninguna y es fuerza que al artista quede desde su infancia, calidad del niño que él fue. Con esto me guardo mucho de decir que sea preciso indagar en los primeros años de un artista para encontrar la clave de la vida expresada por él: digo más que, en mi opinión, ningún hombre a sido nunca niño más verdadero, y por ende incomprensible, que un artista, ninguno más que él privado de medios para hacerse valer e incapaz de adoptar fácilmente los modos aconsejados por las conveniencias. Niño tan interesado en sí y en todas las cosas de la vida circunstante, en las personas casos, ambientes, países; tan atento, y tardo y distraído y jamás con el mismo humor y tan inepto para dejar bien librados a sus genitores, que verdaderamente no podía interesar a nadie, porque todos nos interesamos en cambio, como es justo, en los niños ágiles, vivos bien educados, desenvueltos, que nos permiten comunicarnos con los pensamientos y los gustos de su edad, naturalmente ilusionándolo, aunque sin quererlo. Estos niños descuidan enseguida cultivar sus verdaderos pensamientos y gustos, salvo cuando tropiezan con el capricho, y no teniendo un sentido verdaderamente puro de la vida no están solicitados por la necesidad de orientarse en el misterio, pueden aceptar en todo la guía de los adultos y por explicaciones suficientes, las respuestas genéricas, distraídas o cautelosas que damos a sus porqués. La vida verdaderamente humana, la del Espíritu, no recomienza en ellos desde los orígenes.


Creerán ya encaminados a campos bien conocidos de la actividad humana, ya limitados, ya prontos a tomar de la vida lo que es justo y tal vez aún lo que no es justo. También éstos creerán, porque el hombre, aunque humilde y pobre de espíritu, posee siempre este poder y debe necesariamente usarlo: en realidad, no se gana la vida, sino que vive siempre, de un modo o de otro, su historia. No obstante su creación, aun la de su vida, no desinteresada como la del arte, antes bien enderezada a fines de utilidad práctica y particular, no está ni quiere estar fuera de su tiempo ni valedera más allá del círculo limitado de las personas con las cuales él tendrá contacto, y por eso con aquel tiempo pasará y terminará en aquel círculo.


El niño que un día se expresará en el arte sabe ya encontrar y con placer arcano el sentido de sí en un punto secreto de su espíritu: soledad segura, con un poco de susto y de espanto, que da sólo una leve ansia, como ante la inminencia de una revelación que no puede efectuarse porque el tiempo se ha parado. Y sólo en este misterioso sentido de sí cree el niño. Las cosas verdaderas y vivas deberán inspirarle aquel sentido, deberán persuadirlo de que más allá de cuanto él pueda comprender de ellas, hay en ellas un misterio que nadie, ni aun los “grandes”, le podrán explicar, el mismo de la vida. El lado más importante, el misterio.


Quien va hacia la vida para vivirla, es bueno que procure olvidarlo. El sentido del misterio es generalmente poco útil. Puede servir a los hombres de buena voluntad sólo para tener cierto punto de referencia y para hallar el equilibrio de la conciencia, pero de noche, antes de dormir. En cambio, es la materia prima para la obra de los santos y de los artistas. Nuestro niño se lo encuentra siempre entre los pies. No sabe, en realidad, qué hacer con él, porque es claro que él no puede conocer lo que la vida querrá de él. Es un niño y nada más, el niño más embrollado en las incertidumbres y en el trabajo de la infancia que sea posible imaginar. En medio de las cosas, y empeñado en no dejarse subyugar por ellas, es decir, en no permanecer incapaz de pronunciar una palabra secreta suya ante cada una, aunque sea creada atolondradamente, una palabra de la cual no puede servirse sino consigo mismo, puesto que no sabría explicar a los demás el sentido que le da, ha empezado ya realmente a expresar, pero en un lenguaje hermético, de iniciados. Conoce perfectamente las palabras usuales con las cuales se designan las cosas: nada tiene que hacer con las que él crea así, no para designar, sino para expresar el sentido secreto que las cosas tienen para él, su fuego deslumbrante o el abismo de tinieblas que llevan en sí: el punto vivo. Por lo común, iniciado en aquel lenguaje hermético permanece solo: y así se explica que gran número de artistas perezcan en esos años.


Se puede salvar para el arte el niño que en virtud del ingenuo y formidable valor de iniciar en aquel su lenguaje a otro niño, o amiguito o a un hermano, a una hermana o mejor a una amiguita de la hermana, logra comunicar - lo cual es un milagro - el sentido preciso de palabras que poseen uno inexpresable, adquiriendo así el modo de poder hablar de sus descubrimientos del mundo: fantasías maravillosas que harán comulgar a ambos en un fervor de vida tan intenso y embriagador como acaso no lo será aquel que de jóvenes gozarán en el amor. Es el primer lenguaje creativo, el primer fruto del amor a la vida, amor desinteresado, actividad pura del espíritu que concentra todas sus facultades, voluntad, sentimientos, intelecto y fantasía en expresarse, sólo por necesidad de hacerlo por nada más.


Lo más justo de pensar tocante a este primer creador es que todos los hombres, más o menos, lo poseyeron en sus primeros años. Y que el hecho de lograr comunicarlo, condición que juzgamos necesaria para el porvenir artístico del niño, sea no obstante, cosa muy distinta que suficiente para asegurárselo. Muchos hombres, que más tarde no llegaron a ser artistas, recuerdan haber hablado de aquel modo con sus amiguitos. Todo depende entonces, es decir, mientras dura la infancia, en el interés que el espíritu tome en sus medios de comunicación con los demás: si poco a poco, aun habiendo experimentado la alegría exaltaste de expresar de cualquier modo el sentido de las cosas, empieza a descuidarla por el placer más sosegado y fructuoso de entrar en comunicación con los demás por medio del lenguaje usual, con el cual se designan los conceptos de las cosas; o si, por el contrario, permanece ligado a la necesidad de comunicar su sentido secreto. Es decir, si se le ocurriera como posible y viable la solemne locura de llegar a hablar ante todos como habla en secreta intimidad de su espíritu, sólo para sí y para su pequeño confidente. Una verdadera locura, si se piensa que por la mente del niño no puede cruzar la idea de que en realidad existe para el hombre un medio de hablar de aquel modo, es decir, el arte. Del arte nada sabe.


Si así sucede, empezará pronto para él el febril trabajo de solucionar con las palabras comunes los ideogramas de que se servía cuando hablaba consigo mismo o con el amiguito iniciado en su lenguaje hermético, y descubrirá que las palabras comunes se impregnarán con ese trabajo de sentidos nuevos hasta formar un lenguaje suyo, una vez más, pero esta vez adaptado también a los demás y tanto más cuando más se ingenie en ajustarlo, en verificarlo, explorándolo en varios sentidos, definiendo y aclarando para sí mismo el valor en cada momento.

(La Nación, 9 de abril de 1933).