lunes, 6 de diciembre de 2010

"Orígenes de la Poesía" por Luigi Pirandello.


La Nación , 9 de abril de 1933).

Pensad cómo nace un artista. Nace un niño. Parece difícil imaginar a Dante niño o a Shakespeare o a Cervantes, esto es, los mundos que estos nombres representan, en su infancia. Casi se creería despojarlos de su valor. A Dante, Shakespeare, Cervantes niños se procura prestarles dotes especiales; se piensa: habrán sido niños prodigios. Y nada es más falso. Un espíritu que, llegado a su madurez, será capaz de síntesis originales, es decir, de expresar un peculiar sentimiento suyo de la vida al través de los modos de arte, situaciones y personajes, que dimanarán de su concepción de la vida, la cual se habrá formado en él con la experiencia y con la reflexión, experiencia de dolor y reflexión hecha de rebelión contra aquel dolor y de victorias nunca jamás decisivas, no puede tener en un principio la habilidad que en un niño sorprenden a los adultos. Para llegar donde llegará es necesario una escuela de la vida tan inadecuada para los hábitos como eficaz para cierta clase de espíritus vírgenes y pacientes: espíritus verdaderamente infantil en el comienzo y buen escolar, no digo en la escuela, sino en la vida, buen escolar, que necesita en primer lugar una buena fe plena con respecto a las cosas que aprende. Esta buena fe es la ingenuidad misma en su fondo, de donde la necesidad de creer en los aspectos de la vida; así como la atención continua y la seriedad íntima con las cuales se sigue y considera las enseñanzas, significa un humilde y amoroso concepto del pequeño espíritu vivo con respecto a las grandes cosas vivas que poco a poco tornase propiedad suya. Buena fe, credulidad y respeto absolutamente necesarios para acumular amargos desengaños, crueles desilusiones, golpes feroces y todos los errores de la inocencia, por los cuales las experiencias devienen válidas, y la educación del espíritu, logra a sí a expensas propias, sirve para hacerlo crecer, manteniéndolo puro, desarrollando sólo sus aptitudes adecuadas, y para dejarlo, como es justo que sea un artista, inadaptada la vida. En efecto, él deberá crear, con la ilusión de crearse, aquella vida que siente y en la cual puede creer.


Crear formas de vida o formas vivas, que es lo mismo, es obra ingenua y natural a la cual no podría conducir habilidad ninguna y es fuerza que al artista quede desde su infancia, calidad del niño que él fue. Con esto me guardo mucho de decir que sea preciso indagar en los primeros años de un artista para encontrar la clave de la vida expresada por él: digo más que, en mi opinión, ningún hombre a sido nunca niño más verdadero, y por ende incomprensible, que un artista, ninguno más que él privado de medios para hacerse valer e incapaz de adoptar fácilmente los modos aconsejados por las conveniencias. Niño tan interesado en sí y en todas las cosas de la vida circunstante, en las personas casos, ambientes, países; tan atento, y tardo y distraído y jamás con el mismo humor y tan inepto para dejar bien librados a sus genitores, que verdaderamente no podía interesar a nadie, porque todos nos interesamos en cambio, como es justo, en los niños ágiles, vivos bien educados, desenvueltos, que nos permiten comunicarnos con los pensamientos y los gustos de su edad, naturalmente ilusionándolo, aunque sin quererlo. Estos niños descuidan enseguida cultivar sus verdaderos pensamientos y gustos, salvo cuando tropiezan con el capricho, y no teniendo un sentido verdaderamente puro de la vida no están solicitados por la necesidad de orientarse en el misterio, pueden aceptar en todo la guía de los adultos y por explicaciones suficientes, las respuestas genéricas, distraídas o cautelosas que damos a sus porqués. La vida verdaderamente humana, la del Espíritu, no recomienza en ellos desde los orígenes.


Creerán ya encaminados a campos bien conocidos de la actividad humana, ya limitados, ya prontos a tomar de la vida lo que es justo y tal vez aún lo que no es justo. También éstos creerán, porque el hombre, aunque humilde y pobre de espíritu, posee siempre este poder y debe necesariamente usarlo: en realidad, no se gana la vida, sino que vive siempre, de un modo o de otro, su historia. No obstante su creación, aun la de su vida, no desinteresada como la del arte, antes bien enderezada a fines de utilidad práctica y particular, no está ni quiere estar fuera de su tiempo ni valedera más allá del círculo limitado de las personas con las cuales él tendrá contacto, y por eso con aquel tiempo pasará y terminará en aquel círculo.


El niño que un día se expresará en el arte sabe ya encontrar y con placer arcano el sentido de sí en un punto secreto de su espíritu: soledad segura, con un poco de susto y de espanto, que da sólo una leve ansia, como ante la inminencia de una revelación que no puede efectuarse porque el tiempo se ha parado. Y sólo en este misterioso sentido de sí cree el niño. Las cosas verdaderas y vivas deberán inspirarle aquel sentido, deberán persuadirlo de que más allá de cuanto él pueda comprender de ellas, hay en ellas un misterio que nadie, ni aun los “grandes”, le podrán explicar, el mismo de la vida. El lado más importante, el misterio.


Quien va hacia la vida para vivirla, es bueno que procure olvidarlo. El sentido del misterio es generalmente poco útil. Puede servir a los hombres de buena voluntad sólo para tener cierto punto de referencia y para hallar el equilibrio de la conciencia, pero de noche, antes de dormir. En cambio, es la materia prima para la obra de los santos y de los artistas. Nuestro niño se lo encuentra siempre entre los pies. No sabe, en realidad, qué hacer con él, porque es claro que él no puede conocer lo que la vida querrá de él. Es un niño y nada más, el niño más embrollado en las incertidumbres y en el trabajo de la infancia que sea posible imaginar. En medio de las cosas, y empeñado en no dejarse subyugar por ellas, es decir, en no permanecer incapaz de pronunciar una palabra secreta suya ante cada una, aunque sea creada atolondradamente, una palabra de la cual no puede servirse sino consigo mismo, puesto que no sabría explicar a los demás el sentido que le da, ha empezado ya realmente a expresar, pero en un lenguaje hermético, de iniciados. Conoce perfectamente las palabras usuales con las cuales se designan las cosas: nada tiene que hacer con las que él crea así, no para designar, sino para expresar el sentido secreto que las cosas tienen para él, su fuego deslumbrante o el abismo de tinieblas que llevan en sí: el punto vivo. Por lo común, iniciado en aquel lenguaje hermético permanece solo: y así se explica que gran número de artistas perezcan en esos años.


Se puede salvar para el arte el niño que en virtud del ingenuo y formidable valor de iniciar en aquel su lenguaje a otro niño, o amiguito o a un hermano, a una hermana o mejor a una amiguita de la hermana, logra comunicar - lo cual es un milagro - el sentido preciso de palabras que poseen uno inexpresable, adquiriendo así el modo de poder hablar de sus descubrimientos del mundo: fantasías maravillosas que harán comulgar a ambos en un fervor de vida tan intenso y embriagador como acaso no lo será aquel que de jóvenes gozarán en el amor. Es el primer lenguaje creativo, el primer fruto del amor a la vida, amor desinteresado, actividad pura del espíritu que concentra todas sus facultades, voluntad, sentimientos, intelecto y fantasía en expresarse, sólo por necesidad de hacerlo por nada más.


Lo más justo de pensar tocante a este primer creador es que todos los hombres, más o menos, lo poseyeron en sus primeros años. Y que el hecho de lograr comunicarlo, condición que juzgamos necesaria para el porvenir artístico del niño, sea no obstante, cosa muy distinta que suficiente para asegurárselo. Muchos hombres, que más tarde no llegaron a ser artistas, recuerdan haber hablado de aquel modo con sus amiguitos. Todo depende entonces, es decir, mientras dura la infancia, en el interés que el espíritu tome en sus medios de comunicación con los demás: si poco a poco, aun habiendo experimentado la alegría exaltaste de expresar de cualquier modo el sentido de las cosas, empieza a descuidarla por el placer más sosegado y fructuoso de entrar en comunicación con los demás por medio del lenguaje usual, con el cual se designan los conceptos de las cosas; o si, por el contrario, permanece ligado a la necesidad de comunicar su sentido secreto. Es decir, si se le ocurriera como posible y viable la solemne locura de llegar a hablar ante todos como habla en secreta intimidad de su espíritu, sólo para sí y para su pequeño confidente. Una verdadera locura, si se piensa que por la mente del niño no puede cruzar la idea de que en realidad existe para el hombre un medio de hablar de aquel modo, es decir, el arte. Del arte nada sabe.


Si así sucede, empezará pronto para él el febril trabajo de solucionar con las palabras comunes los ideogramas de que se servía cuando hablaba consigo mismo o con el amiguito iniciado en su lenguaje hermético, y descubrirá que las palabras comunes se impregnarán con ese trabajo de sentidos nuevos hasta formar un lenguaje suyo, una vez más, pero esta vez adaptado también a los demás y tanto más cuando más se ingenie en ajustarlo, en verificarlo, explorándolo en varios sentidos, definiendo y aclarando para sí mismo el valor en cada momento.

(La Nación, 9 de abril de 1933).

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