Ahora puedo pasar a comentar otra de sus tesis. Usted se asombra de que resulte tan fácil entusiasmar a los hombres con la guerra y, conjetura que algo debe de moverlos, una pulsión a odiar y aniquilar, que obre en ellos facilitando esta disposición. También en esto debo manifestarle mi total acuerdo. Creemos en la existencia de una pulsión de esa índole y precisamente en los últimos años nos hemos empeñado en estudiar sus manifestaciones y exteriorizaciones. Permítame exponerle, con este motivo, una parte de la teoría de las pulsiones a la que hemos llegado en el psicoanálisis tras muchos tanteos y vacilaciones[1].
Suponemos que las pulsiones del ser humano son sólo de dos clases: aquellas que tienden a conservar y reunir -las llamamos eróticas, exactamente en el sentido de Eros en El banquete de Platón, o sexuales, ampliando así deliberadamente el concepto popular de sexualidad-, y otras que tienden a destruir y matar; a estas últimas las reunimos bajo el título de pulsión de agresión o de destrucción (Aggressionstrieb oder Destruktionstrieb). Como usted ve, no es sino la transfiguración teórica de la universalmente conocida oposición entre amor y odio, quizá relacionada primordialmente con aquella otra polaridad entre atracción y repulsión, que desempeña un papel tan importante en su campo científico. Ahora permítame que no introduzca demasiado rápido las valoraciones de lo “bueno” y de lo “malo”. Cada una de estas pulsiones es tan indispensable como la otra, y de su acción conjugada y antagónica surgen los fenómenos de la vida. Parece que nunca una pulsión perteneciente a una de esas clases puede actuar aislada; siempre está ligada –como decimos nosotros: aleada (legiert)- con cierto monto de la otra parte, que modifica su meta o en ciertas circunstancias es condición indispensable para que esta meta pueda alcanzarse. Así, la pulsión de autoconservación es sin duda de naturaleza erótica, pero justamente ella necesita disponer de la agresión para conseguir su propósito. Análogamente, la pulsión de amor dirigida a objetos requiere un complemento de pulsión de apoderamiento (Bemächtigungstrieb), para lograr poseer a su objeto. La dificultad de aislar ambas variedades de pulsión en sus manifestaciones es lo que por tanto tiempo nos impidió discernirlas.
Si usted quiere dar conmigo otro paso le diré que las acciones humanas permiten entrever aún una complicación de otra índole. Rarísima vez la acción es obra de una única moción pulsional, que ya en sí y por sí debe estar compuesta de Eros y destrucción. En general confluyen para posibilitar la acción varios motivos estructurados de esa misma manera. Ya lo sabía uno de sus colegas, un profesor G. Ch. Lichtenberg[2], quien en tiempos de nuestros clásicos enseñaba física en Gotinga; pero acaso fue más importante como psicólogo que como físico. Inventó la Rosa de los Motivos al decir: «Los móviles (Bewegungsgründe) por los que uno hace algo podrían ordenarse, pues, como los 32 rumbos de la Rosa de los Vientos, y sus nombres, formarse de modo semejante; por ejemplo, “pan-pan-fama” o “fama-fama-pan”». Entonces, cuando los hombres son exhortados a la guerra, puede que en ellos responda afirmativamente a ese llamado toda una serie de motivos, nobles y vulgares, de aquellos que se suelen ocultar y que se callan, y de aquellos que no hay reparo en expresar en voz alta. No nos proponemos desnudarlos todos aquí. Ciertamente se cuentan entre ellos el placer de agredir y destruir e innumerables crueldades de la Historia y de la vida cotidiana confirman su existencia y su fuerza. El entrelazamiento de esas aspiraciones destructivas con otras, eróticas e ideales, facilita, por supuesto, su satisfacción. Muchas veces, cuando nos enteramos de los hechos crueles de la Historia, tenemos la impresión de que los motivos ideales [las diferentes ideologías religiosas, políticas o sociales] sólo sirvieron de pretexto a las apetencias destructivas (den destruktiven Gelüsten); y otras veces, por ejemplo ante las crueldades de la Santa Inquisición, nos parece como si los motivos ideales hubieran predominado en la consciencia, aportándoles los destructivos un refuerzo inconsciente. Ambas cosas son posibles.
Temo abusar de su interés, que se dirige propiamente al motivo práctico de la prevención de las guerras y no a nuestras teorías, como si estas últimas pudieran soslayarse ante la urgencia de el interés primordial. A pesar de ello pienso que valdría la pena detenerse todavía un instante en nuestra pulsión de destrucción, en modo alguno apreciada en toda su significatividad e importancia. Pues bien, con algún monto de especulación hemos llegado a la concepción de que ella trabaja dentro de todo ser vivo y acaba por producir su descomposición y reconducir la vida al estado de la materia inanimada. Merecería con toda seriedad el nombre de una pulsión de muerte, mientras que las pulsiones eróticas representan (repräsentieren) las tendencias a la prosecución de la vida. La pulsión de muerte se convierte en pulsión de destrucción cuando es dirigida hacia afuera, hacia los objetos, con ayuda de órganos particulares. El ser vivo preserva su propia vida destruyendo la ajena (Das Lebewesen bewahrt sozusagen sein eigenes Leben dadurch, dass es fremdes zerstört), por así decirlo. Empero, una porción de la pulsión de muerte permanece activa en el interior del ser vivo, y hemos intentado explicar toda una serie de fenómenos normales y patológicos mediante esta interiorización de la pulsión destructiva. Y hasta hemos cometido la herejía de explicar la génesis de nuestra conciencia moral por esa vuelta de la agresión hacia adentro. Como usted habrá de advertir, en modo alguno será inocuo que ese proceso adquiera una excesiva magnitud; ello es directamente nocivo para la salud propia, en tanto que la vuelta de esas fuerzas pulsionales hacia la destrucción en el mundo exterior alivia al ser vivo y no puede menos que ejercer un efecto benéfico sobre él, a costa naturalmente del agredido o destruido. Sirva esto como excusa biológica de todas las aspiraciones malignas, odiosas y peligrosas contra las que luchamos. Es preciso admitir que están más próximas a la Naturaleza que nuestra resistencia a ellas, para la cual debemos hallar todavía una explicación. Acaso tenga usted la impresión de que nuestras teorías constituyen una suerte de mitología, y, por cierto una mitología no demasiado alegre. Pero, ¿acaso no desemboca toda ciencia natural en una mitología de esta índole? ¿Les va a ustedes de otro modo en la física hoy?
De lo anterior extraemos esta conclusión para nuestros fines inmediatos: Nos parece con pocas probabilidades de éxito sino inútil el propósito de eliminar las tendencias agresivas de los hombres. Dicen que en comarcas dichosas de la Tierra, donde la Naturaleza brinda con prodigalidad al hombre todo cuanto le hace falta para la satisfacción de sus necesidades, existen tribus cuya vida transcurre pacíficamente y entre los cuales se desconoce la opresión y la agresión. Me resulta ciertamente difícil creerlo, y me gustaría averiguar más acerca de esos seres dichosos. También los bolcheviques esperan, naturalmente en un futuro al parecer no demasiado próximo, hacer desaparecer la agresión entre los hombres asegurándoles la satisfacción de sus necesidades materiales y, en lo demás, estableciendo la igualdad entre los miembros de la comunidad. Si eso pudiera conseguirse realmente tal vez, pero me parece que tan sólo es un ideal imaginado. Por mi parte lo considero una bella ilusión. Por el momento ponen el máximo cuidado en su armamento y el gasto militar se lleva una buena parte de su presupuesto, y mantienen unidos a sus partidarios, en buena medida gracias a una creencia ideal proyectada en el futuro y sobretodo al fomento del odio contra un enemigo extranjero que sin duda siempre está ahí dispuesto a fastidiar su bienaventurada sociedad en construcción. Es claro que, como usted mismo puntualiza, no se trata de eliminar por completo las tendencias agresivas humanas; sino de intentar reconducirlas o desviarlas lo suficiente para que no deban encontrar su expresión en la guerra.
Pues bien si partimos de nuestra doctrina mitológica de las pulsiones podemos hallar fácilmente una fórmula sobre las vías indirectas para combatir la guerra. Si la disposición a la guerra se produce por un desbordamiento de la pulsión de destrucción, lo natural será apelar a su contraria, el Eros. Todo cuanto establezca lazos afectivos entre los hombres no podrá menos que actuar como un antídoto contra la guerra. Tales lazos pueden ser de dos clases. (1) En primer lugar, vínculos como los que se tienen con un objeto de amor, aunque desprovistos de fines sexuales. El psicoanálisis no tiene porqué avergonzarse de hablar aquí de amor, pues la religión dice lo propio: «Ama al prójimo como a ti mismo». Ahora bien, esto es fácil de decir, fácil de pedir, pero mucho nos tememos de que sea bastante difícil de cumplir, y sobre todo cuando ese prójimo no es precisamente como uno mismo[3]. Y es que la otra clase de lazo afectivo (2) es el que se produce por identificación. Todo lo que establezca importantes relaciones de comunidad [intereses comunes] entre los hombres provocará esos sentimientos compartidos, esas identificaciones. Y sobre ellas descansa en buena parte la estructura de la sociedad humana.
Una queja suya sobre el abuso de la autoridad me indica un segundo rumbo para la lucha indirecta contra la inclinación bélica. Es parte de la desigualdad innata [es decir, no sociocultural], irremediable como tal, y, por consiguiente no eliminable, entre los seres humanos que se dividan en conductores (in Führer) y conducidos (in Abhängige). Estos últimos constituyen la inmensa mayoría, necesitan de una autoridad que tome por ellos decisiones que ellos mismos no podrían o sabrían tomar y a las cuales las más de las veces se someterán incondicionalmente. En este punto habría que intervenir y debería ponerse mayor cuidado que hasta ahora en la educación de un estamento superior de hombres de pensamiento autónomo (um eine Oberschicht selbständig denkender), que no puedan ser corrompidos y luchen por la verdad, sobre quienes recaería la dirección de las masas heterónomas. No es preciso demostrar que los abusos de poder del Estado (Staatsgewalt) y la corrupción de sus dirigentes así como la censura de pensamiento o directa o indirectamente la prohibición de pensar decretada por la Iglesia [o las Iglesias e instituciones que tienen sus maestros y doctores que piensan por usted] no favorecen una generación así. Lo ideal sería, desde luego, una comunidad de hombres que hubieran sometido su vida pulsional e impulsiva a los juicios de la razón y sus dictados. Ninguna otra cosa sería capaz de producir una unión más sólida y fundamentada entre los hombres, y ello aun renunciando a los lazos afectivos entre ellos ya sea por realmente inexistentes o prácticamente inconvenientes[4]. Pero una vez más una esperanza tal es con muchísima probabilidad una esperanza utópica. Otras vías para evitar indirectamente la guerra pueden parecer ciertamente más fácilmente transitables, pero tampoco prometen un éxito rápido, pues no parece demasiado fácil pensar en molinos que muelen tan lentamente que uno sin duda se morirá de hambre antes de tener harina.
Como usted ve, no es mucho lo que se logra cuando se pide consejo sobre tareas prácticas urgentes al despistado teórico alejado del mundo y de la vida social. Tal vez esa prisa por concluir sea el producto de una precipitación que no quiere pensar demasiado porque si así lo hiciera perdería la esperanza de solución y su acción carecería de sentido, corriéndose el peligro de que nadie movería un dedo. Así que lo mejor es afanarse en cada caso por enfrentar el peligro con los medios que se tienen a mano y como buenamente se pueda. Sin embargo, me gustaría tratar todavía un problema que usted no plantea en su carta y que me interesa particularmente: ¿Por qué nos indignamos y sublevamos tanto contra la guerra, usted y yo y tantos otros? ¿Por qué no la admitimos como una más, y no hay pocas, de las tantas penosas y dolorosas miserias y calamidades de la vida? Es que eso es lo natural, ella parece acorde a la naturaleza, ciertamente lejos del paraíso soñado, bien fundada biológicamente y apenas evitable en la práctica. ¿Por qué nos cuesta tanto partir de, y enfrentar las cosas como son? No se indigne usted de la ironía de mi planteo y de mis preguntas. Tratándose de una indagación como esta, acaso sea lícito ponerse la máscara de una superioridad que uno no posee realmente. La respuesta sería: porque todo hombre tiene derecho a la vida, a su propia vida; porque la guerra destruye vidas humanas prometedoras y llenas de esperanzas; porque coloca al individuo en situaciones que hieren su dignidad y son denigrantes; porque lo obliga a matar a otros, cosa que él no quiere; porque destruye preciosos valores materiales, productos del trabajo humano, y tantas cosas más. Además, la guerra en su forma actual ya no ofrece oportunidad alguna para cumplir el viejo ideal heroico, y debido al perfeccionamiento de los medios de destrucción masiva una guerra futura significaría el exterminio no sólo de uno de los contendientes sino de ambos. Todo eso es cierto, ¡quién podría negarlo! y parece tan indiscutible que sólo cabe asombrarse al observar que las guerras continúan y que todavía no han sido firmemente condenadas por un convenio universal entre los hombres. Sin embargo, a pesar de lo convincente de esos argumentos, todavía se pueden poner en entredicho algunos de estos puntos. Es discutible que la comunidad no deba tener también un derecho sobre la vida de ciertos individuos; por otra parte, no es posible condenar todas las clases de guerra por igual; mientras existan reinos y naciones dispuestos a la aniquilación despiadada de otros, estos tienen que estar preparados para defenderse y, por consiguiente armados para la guerra si quieren subsistir. Pero pasemos con rapidez sobre todo eso, pues no es la discusión a que usted me ha invitado. Apunto a algo diferente: creo que la principal razón por la cual nos sublevamos contra la guerra es que no podemos hacer otra cosa [por nuestra impotencia o imposibilidad de hacer otra cosa]. Somos pacifistas porque nos vemos obligados a serlo por razones orgánicas. Entonces nos resulta fácil justificar nuestra actitud mediante argumentos intelectuales.
Esto no se comprende, claro está, sin explicación. Opino lo siguiente: Desde épocas inmemoriales se desenvuelve en la humanidad el proceso del desarrollo de la cultura. (Sé que otros prefieren llamarla «civilización»[5].) A este proceso debemos lo mejor que hemos logrado y que hemos llegado a ser y, por cierto, también una buena parte de aquello a raíz de lo cual nos quejamos. Sus causas y orígenes son oscuros, su desenlace incierto, algunos de sus caracteres muy visibles. Acaso lleve a la extinción de la especie humana, pues inhibe y perjudica la función sexual en más de una manera, y ya hoy las razas incultas y las capas retrasadas de la población se multiplican con mayor rapidez que las de elevada cultura. Quizás este proceso sea comparable con la domesticación de ciertas especies animales; sin duda conlleva alteraciones corporales; pero el desarrollo de la cultura como un proceso orgánico de esa índole no ha pasado a ser todavía una representación familiar. Las alteraciones psíquicas no siempre deseables sobrevenidas con el proceso cultural son llamativas e indubitables. Consisten en un progresivo desplazamiento de los fines pulsionales y en una creciente limitación de las mociones pulsionales. Sensaciones que eran placenteras para nuestros ancestros se han vuelto para nosotros indiferentes o aun desagradables y hasta insoportables; la modificación de nuestras exigencias ideales éticas y estéticas parecen tener un fundamento orgánico. Entre los caracteres psicológicos de la cultura, dos parecen ser los más importantes: el fortalecimiento del intelecto, que empieza a gobernar a la vida pulsional, y la interiorización de las tendencias agresivas, con todas sus consecuencias ventajosas y peligrosas. Ahora bien, las actitudes psíquicas que se nos imponen cada día más por el proceso de la cultura son contradichas de la manera más flagrante y violenta por la guerra, y por eso nos vemos precisados a sublevarnos contra ella, lisa y llanamente no la soportamos más, estamos hartos de guerras. La nuestra no es una mera aversión intelectual y afectiva, sino que en nosotros, los pacifistas, se revuelve una intolerancia constitucional, una idiosincrasia extrema, por así decirlo. Y hasta parece que el rebajamiento estético implícito en la guerra contribuye a nuestra rebelión en grado no menor que sus crueldades.
¿Cuánto tiempo tendremos que esperar hasta que los otros también se vuelvan pacifistas? Sin duda no es posible decirlo, pero quizá finalmente no sea una esperanza utópica que la influencia de esos dos factores -el de la actitud cultural y el de la justificada angustia ante los efectos de una guerra futura-, haya de poner fin a las guerras en una época no lejana y antes de que la humanidad desaparezca de la Tierra como se extinguieron en una época determinada ciertas especies en otro tiempo dominantes. Por qué caminos o rodeos se logre tal vez este fin no podemos colegirlo. Por ahora sólo podemos decirnos: todo lo que promueva el desarrollo de una cultura que no se funde en la represión pulsional sino en una educación racional de lo pulsional trabaja también contra la guerra.
Lo saludo a usted cordialmente, y le pido disculpas si mi exposición lo ha defraudado y esperaba otra cosa de mí.
Suyo
Sigmund Freud
[1] [NT] Freud desarrolló su teoría de la pulsión de muerte desde su escrito sobre Más allá del principio del placer (1920g), en A., vol. XVIII, p. 1-61.
[2] [NT] Georg Christoph LICHTENBERG (1742-1799)
Científico y escritor alemán. Fue profesor de física en la universidad de Gotinga a partir de 1769. Conocido fundamentalmente por sus Aforismos, difundidos en los “Göttinger Taschenkalender”, almanaque de cuya publicación se ocupó a partir de 1778, hacen de L. uno de los escritores más originales de la literatura alemana. Divertidas y profundas son también las Cartas desde Inglaterra, que nacieron, al igual que la Ilustración particularizada de los grabados de Hogarth, de dos viajes a Inglaterra (1770 y 1774-75). Las páginas de aforismos de L. surgen de motivos ideológicos, de consideraciones psicológicas y de su inagotable curiosidad por las costumbres y las formas sociales. L. se opuso radicalmente a la superstición religiosa, a los tradicionalistas y a los conformistas, pero también a los cultivadores de la “sensibilidad”, los jóvenes Stürmer prerrománticos.
[3] Freud nos descubre la trampa del significante en ese imperativo que se torna así en una redundancia: “ama al que ya amas porque lo crees como tú”. Véase el examen más profundizado de esta dificultad en El malestar en la cultura (1930a), A., XXI, p. 106 ss.
[4] Algunas observaciones al respecto pueden leerse en la lección 35 de las Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis (1933a), A., XXII, p. 158.
[5] Véase en El porvenir de una ilusión (1927c), A., XXI, p. 6, el comentario de Freud al respecto.
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