martes, 28 de septiembre de 2010

ENTREVISTA DE JACQUES LACAN EN BARCELONA



Se ha hablado de una mitología del psicoanálisis. ¿Qué opina usted de ello?

Son muy fuertes los mitos que los psicoanalistas creían que debían reverenciar para hacerse admitir en la buena sociedad desde hace algún tiempo, desde la época misma en la que yo comencé la labor de disolver esos mitos.

Esto no significa que tales mitos no fueran vivos. La tradición lo prueba. Los mitos provienen de una cierta economía del placer. Pero van más allá. Lo que se llama Universidad, se encarga de ellos, su papel es conservar esos mitos.

Me dirán ustedes que el mismo Freud parece sacrificarse a los mitos. Es cierto, se sacrificó a ellos; en su tiempo él no podía hacer otra cosa si quería ser admitido.

¿Es usted el “portavoz” de Freud? ¿Su escuela es freudiana?

Yo he partido de Freud para enfrentarme con aquellos que decían asumir el psicoanálisis en nombre de Freud y que extraían provecho con esa práctica.

Me vi obligado a decirles que su práctica psicoanalítica o era un engaño o se limitaba a fundamentarse en un juego efectista de palabras. Yo opinaba que “si con sus pacientes –antes los llamaban así, lo único que pueden intercambiar son palabras, al menos establezcan ustedes mismos las reglas”.

La función de la palabra sólo puede explicarse al definir el campo del lenguaje. Esos dos términos son el título de un discurso que pronuncié en Roma, en 1953, y del que surge mi escuela después de muchas dificultades.

Mi escuela efectivamente es freudiana, y eso no debe extrañar, ya que demostré claramente que los testimonios aportados por Freud de la existencia del inconsciente, de los sueños, de los lapsus y ocurrencias ingeniosas, sólo son interpretables sobre el texto de lo que se dice a través de la palabra del propio interesado. Este es un hecho patente en las tres obras que Freud ha escrito sobre cada uno de esos temas y que constituyen el punto de partida de su “pensamiento”.

Mi escuela debe, por tanto, entenderse freudiana en el sentido de fundada en Freud. Hoy, París, es el único lugar en el que hay analistas que, sin desdeñar las prácticas de la medicina, saben que ésta no les sirve de nada.

La fundación de mi Escuela tenía, entre otros, el objetivo de clarificar posiciones son la pretendida internacional psicoanalítica, cuyos problemas se debaten en un ambiente sórdido.

Según usted, “el psicoanálisis nos asegura que existe bajo el término inconsciente algo calificable, accesible y capaz de ser objetivado”. ¿Qué es, pues, el inconsciente?

Ante todo, conviene aclarar que el inconsciente no es una aspiración del alma, ni un recuerdo de la infancia, ni una regresión del “desarrollo psíquico”. Considerarlo así sería lo mismo que reducirlo a los mitos clásicos de que se nutre la psicología universitaria.

A primera vista el nombre parece no estar mal escogido. El inconsciente es lo no-sabido (in-su) de un saber, es decir, un saber que no tiene sujeto, un sujeto que sepa.

A partir de ahí podemos clarificar su nombre: el instinto. Es con este nombre que desde siempre se designa un conocimiento cuya evidencia choca con la realidad animal. Un animal que sabe picar a su presa en el lugar exacto del cuerpo para paralizarla, ¿conoce la anatomía de ésta? No nos atrevemos a creerlo. ¿Por qué? ¿Por qué no puede conocer la anatomía del adversario? ¿Por qué los animales saben ocultar una cría que no pueden cuidar para protegerla el tiempo necesario para que se desarrolle?

Ahí es donde se funda la interpretación del instinto que los psicoanalistas falsean en todas las lenguas, al traducir lo que Freud designó con la palabra Trieb (impulso, pulsión), que en inglés se traduce bastante bien por drive (cosa que se deriva), y en francés por dérive, lo cual es una solución transitoria y desesperada hasta que se logre dar a la palabra su acuñación ideal. Yo prefiero dejar que la descubran los que me leen. En ocasiones la designo como lalengua, y nótese que reúno las dos partes en una. Esa manera de escribirla es la clave personal para designar lo que es el objeto de la lingüística. Uno entre muchos otros.

El conocimiento de lo que hay en el inconsciente es un conocimiento que se articula de uno o de varios lalengua. Es un saber que le ex-siste al individuo, es decir que le concierne aunque no lo sepa.

El concepto inconsciente (Freud dudó de su nombre) está lejos de expresar la verdad. El inconsciente sólo es saber, saber articulado en una forma lingüística.

El ser parlante se embrutece con la idea de instinto al atribuirlo a los seres que no saben hablar, a los animales, según él.


¿Qué es lo que Freud no capto en su labor de análisis?

No abusemos del genio de Freud. Incluso el genio necesita el favor del cielo para aparecer.

La ciencia descendió del cielo, eso es tangible en la historia. Incluso es la única objeción que se le puede hacer. La bestia humana es de la Tierra como observaba Pascal, y esas maravillas que ahora debe a la ciencia y que reverencia muy pronto se dará cuenta de que no hacen más que estorbar. Sin embargo, tendrá que acostumbrarse.

Lo que quizás Freud no consideró es que la ciencia tiene sus límites: esa es su principal debilidad. Su esperanza en la “sexología” es cómica, cuando precisamente su experiencia le demostraba que el saber del inconsciente es lo que el ser parlante inventa... para satisfacer los “deberes” de su reproducción, quizá.

Le era necesario inventar ese inconsciente, para contestar al malestar de su cultura, provocado por el advenimiento de la neurosis como tal.

Antes, nunca se habló de nada parecido. Todos se bañaban en la “verdad” del pecado original.

El amor, el verdadero amor, tenía que estar en otra parte, fuera del sexo. Podría decirse que se escondía por doquier. Sólo se hablaba de una “divina comedia”, pero a condición de que las mujeres estuvieran lo más lejos posible.

Todo ello constata el hecho de que no se quería saber nada del inconsciente. Se le temía. Apriorismo justo, ya que el inconsciente no tenía nada que hacer en ese coloquio del amor loco.

¡Y ese es nuestro destino, tener que inventar el inconsciente! Y subrayo: nosotros los inventamos. Lo que hemos “descubierto” (no inventado) es únicamente su lugar, que está allí desde siempre, de eso no cabe duda alguna, pero sin explorar.

¿Cuál es el fruto de sus cursos sobre el sujeto y qué es lo que aporta a las teoría freudianas?

Indudablemente no se puede decir que Freud haya agotado el tema, pero completarlo es difícil. De momento, los cursos que he dado sobre el tema se limitan a desvelar el problema, para sólo para que el sueño prosiga mejor, concretamente el sueño de los que querían revolucionar el mundo, ya que creen en él.

De hecho, mi discurso es la única oportunidad de que el psicoanálisis vuelva a funcionar. Quiero decir que sólo a fuerza de atestiguar la verdad, tal como se presenta en la confesión que se le ofrece a cada uno por la experiencia analítica, el analista lograr hacer salir de su discurso una invención de saber, capaz de proporcionar un resultado, un fruto que sea un placer para todos y también para esas no-todas que son las mujeres en su acceso al hecho patente de que el ser parlante es el único en autorizarse en la elección de su sexo.

Es de ahí de donde partió Freud escuchando a las histéricas: cada una de ellas quería que el hombre ex-sista, a título de “por-lo-menos-uno”.

Entrevista realizada por: Mª JOSÉ RAGUÉ.

Jacques Lacan estuvo en Barcelona al menos en dos ocasiones. La primera a raíz del Congreso Internacional de Psicoterapia, celebrado en esta ciudad durante la primera semana se septiembre de 1958. Dentro de la sección del mismo dedicada al Psicoanálisis Lacan interviene con una exposición titulada “La Psychanalyse vrai et (la) fausse”[1]; la segunda ocasión para la inauguración del curso 1972-1973 de la Asociación catalana de psiquiatría, invitado por el Dr. Ramón Sarró, amigo de Lacan, y por el Dr. José Luis Martí Tusquets, presidente en aquel entonces de la Asociación y asimismo amigo de Lacan. Lacan intervino con una conferencia: “Du discours psychanalytique comme accés au réel”, que resultó del todo incomprensible para un público que no conocía a Lacan, y de la que salvo unas notas del Dr. Ramón Sarró en la primera página de los Écrits que le había regalado y dedicado Lacan (“A mon cher cher ami Ramon”) [obsérvese el witz de Lacan con chercheur] y algunas notas del Dr. Tusquets inéditas.

Juan Bauzá y Mª José Muñoz


[1] El texto de la misma fue publicado en francés y en una traducción española de Toni Vicens, bajo el título: “El psicoanálisis verdadero y el falso” en la revista Freudiana, 1992, nº 4/5, pp. 11-21 (en francés) y 23-34 (en español). Asimismo fue publicada en L’âne, 1992, nº 51, pp. 10-11. Finalmente fue recopilada por J.-A. Miller en Autres écrits, Ed. du Seuil, Paris, 2001, pp. 165-174.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Freud a Einstein. (segunda parte)

Ahora puedo pasar a comentar otra de sus tesis. Usted se asombra de que resulte tan fácil entusiasmar a los hombres con la guerra y, conjetura que algo debe de moverlos, una pulsión a odiar y aniquilar, que obre en ellos facilitando esta disposición. También en esto debo manifestarle mi total acuerdo. Creemos en la existencia de una pulsión de esa índole y precisamente en los últimos años nos hemos empeñado en estudiar sus manifestaciones y exteriorizaciones. Permítame exponerle, con este motivo, una parte de la teoría de las pulsiones a la que hemos llegado en el psicoanálisis tras muchos tanteos y vacilaciones[1].

Suponemos que las pulsiones del ser humano son sólo de dos clases: aquellas que tienden a conservar y reunir -las llamamos eróticas, exactamente en el sentido de Eros en El banquete de Platón, o sexuales, ampliando así deliberadamente el concepto popular de sexualidad-, y otras que tienden a destruir y matar; a estas últimas las reunimos bajo el título de pulsión de agresión o de destrucción (Aggressionstrieb oder Destruktionstrieb). Como usted ve, no es sino la transfiguración teórica de la universalmente conocida oposición entre amor y odio, quizá relacionada primordialmente con aquella otra polaridad entre atracción y repulsión, que desempeña un papel tan importante en su campo científico. Ahora permítame que no introduzca demasiado rápido las valoraciones de lo “bueno” y de lo “malo”. Cada una de estas pulsiones es tan indispensable como la otra, y de su acción conjugada y antagónica surgen los fenómenos de la vida. Parece que nunca una pulsión perteneciente a una de esas clases puede actuar aislada; siempre está ligada –como decimos nosotros: aleada (legiert)- con cierto monto de la otra parte, que modifica su meta o en ciertas circunstancias es condición indispensable para que esta meta pueda alcanzarse. Así, la pulsión de autoconservación es sin duda de naturaleza erótica, pero justamente ella necesita disponer de la agresión para conseguir su propósito. Análogamente, la pulsión de amor dirigida a objetos requiere un complemento de pulsión de apoderamiento (Bemächtigungstrieb), para lograr poseer a su objeto. La dificultad de aislar ambas variedades de pulsión en sus manifestaciones es lo que por tanto tiempo nos impidió discernirlas.

Si usted quiere dar conmigo otro paso le diré que las acciones humanas permiten entrever aún una complicación de otra índole. Rarísima vez la acción es obra de una única moción pulsional, que ya en sí y por sí debe estar compuesta de Eros y destrucción. En general confluyen para posibilitar la acción varios motivos estructurados de esa misma manera. Ya lo sabía uno de sus colegas, un profesor G. Ch. Lichtenberg[2], quien en tiempos de nuestros clásicos enseñaba física en Gotinga; pero acaso fue más importante como psicólogo que como físico. Inventó la Rosa de los Motivos al decir: «Los móviles (Bewegungsgründe) por los que uno hace algo podrían ordenarse, pues, como los 32 rumbos de la Rosa de los Vientos, y sus nombres, formarse de modo semejante; por ejemplo, “pan-pan-fama” o “fama-fama-pan”». Entonces, cuando los hombres son exhortados a la guerra, puede que en ellos responda afirmativamente a ese llamado toda una serie de motivos, nobles y vulgares, de aquellos que se suelen ocultar y que se callan, y de aquellos que no hay reparo en expresar en voz alta. No nos proponemos desnudarlos todos aquí. Ciertamente se cuentan entre ellos el placer de agredir y destruir e innumerables crueldades de la Historia y de la vida cotidiana confirman su existencia y su fuerza. El entrelazamiento de esas aspiraciones destructivas con otras, eróticas e ideales, facilita, por supuesto, su satisfacción. Muchas veces, cuando nos enteramos de los hechos crueles de la Historia, tenemos la impresión de que los motivos ideales [las diferentes ideologías religiosas, políticas o sociales] sólo sirvieron de pretexto a las apetencias destructivas (den destruktiven Gelüsten); y otras veces, por ejemplo ante las crueldades de la Santa Inquisición, nos parece como si los motivos ideales hubieran predominado en la consciencia, aportándoles los destructivos un refuerzo inconsciente. Ambas cosas son posibles.

Temo abusar de su interés, que se dirige propiamente al motivo práctico de la prevención de las guerras y no a nuestras teorías, como si estas últimas pudieran soslayarse ante la urgencia de el interés primordial. A pesar de ello pienso que valdría la pena detenerse todavía un instante en nuestra pulsión de destrucción, en modo alguno apreciada en toda su significatividad e importancia. Pues bien, con algún monto de especulación hemos llegado a la concepción de que ella trabaja dentro de todo ser vivo y acaba por producir su descomposición y reconducir la vida al estado de la materia inanimada. Merecería con toda seriedad el nombre de una pulsión de muerte, mientras que las pulsiones eróticas representan (repräsentieren) las tendencias a la prosecución de la vida. La pulsión de muerte se convierte en pulsión de destrucción cuando es dirigida hacia afuera, hacia los objetos, con ayuda de órganos particulares. El ser vivo preserva su propia vida destruyendo la ajena (Das Lebewesen bewahrt sozusagen sein eigenes Leben dadurch, dass es fremdes zerstört), por así decirlo. Empero, una porción de la pulsión de muerte permanece activa en el interior del ser vivo, y hemos intentado explicar toda una serie de fenómenos normales y patológicos mediante esta interiorización de la pulsión destructiva. Y hasta hemos cometido la herejía de explicar la génesis de nuestra conciencia moral por esa vuelta de la agresión hacia adentro. Como usted habrá de advertir, en modo alguno será inocuo que ese proceso adquiera una excesiva magnitud; ello es directamente nocivo para la salud propia, en tanto que la vuelta de esas fuerzas pulsionales hacia la destrucción en el mundo exterior alivia al ser vivo y no puede menos que ejercer un efecto benéfico sobre él, a costa naturalmente del agredido o destruido. Sirva esto como excusa biológica de todas las aspiraciones malignas, odiosas y peligrosas contra las que luchamos. Es preciso admitir que están más próximas a la Naturaleza que nuestra resistencia a ellas, para la cual debemos hallar todavía una explicación. Acaso tenga usted la impresión de que nuestras teorías constituyen una suerte de mitología, y, por cierto una mitología no demasiado alegre. Pero, ¿acaso no desemboca toda ciencia natural en una mitología de esta índole? ¿Les va a ustedes de otro modo en la física hoy?

De lo anterior extraemos esta conclusión para nuestros fines inmediatos: Nos parece con pocas probabilidades de éxito sino inútil el propósito de eliminar las tendencias agresivas de los hombres. Dicen que en comarcas dichosas de la Tierra, donde la Naturaleza brinda con prodigalidad al hombre todo cuanto le hace falta para la satisfacción de sus necesidades, existen tribus cuya vida transcurre pacíficamente y entre los cuales se desconoce la opresión y la agresión. Me resulta ciertamente difícil creerlo, y me gustaría averiguar más acerca de esos seres dichosos. También los bolcheviques esperan, naturalmente en un futuro al parecer no demasiado próximo, hacer desaparecer la agresión entre los hombres asegurándoles la satisfacción de sus necesidades materiales y, en lo demás, estableciendo la igualdad entre los miembros de la comunidad. Si eso pudiera conseguirse realmente tal vez, pero me parece que tan sólo es un ideal imaginado. Por mi parte lo considero una bella ilusión. Por el momento ponen el máximo cuidado en su armamento y el gasto militar se lleva una buena parte de su presupuesto, y mantienen unidos a sus partidarios, en buena medida gracias a una creencia ideal proyectada en el futuro y sobretodo al fomento del odio contra un enemigo extranjero que sin duda siempre está ahí dispuesto a fastidiar su bienaventurada sociedad en construcción. Es claro que, como usted mismo puntualiza, no se trata de eliminar por completo las tendencias agresivas humanas; sino de intentar reconducirlas o desviarlas lo suficiente para que no deban encontrar su expresión en la guerra.

Pues bien si partimos de nuestra doctrina mitológica de las pulsiones podemos hallar fácilmente una fórmula sobre las vías indirectas para combatir la guerra. Si la disposición a la guerra se produce por un desbordamiento de la pulsión de destrucción, lo natural será apelar a su contraria, el Eros. Todo cuanto establezca lazos afectivos entre los hombres no podrá menos que actuar como un antídoto contra la guerra. Tales lazos pueden ser de dos clases. (1) En primer lugar, vínculos como los que se tienen con un objeto de amor, aunque desprovistos de fines sexuales. El psicoanálisis no tiene porqué avergonzarse de hablar aquí de amor, pues la religión dice lo propio: «Ama al prójimo como a ti mismo». Ahora bien, esto es fácil de decir, fácil de pedir, pero mucho nos tememos de que sea bastante difícil de cumplir, y sobre todo cuando ese prójimo no es precisamente como uno mismo[3]. Y es que la otra clase de lazo afectivo (2) es el que se produce por identificación. Todo lo que establezca importantes relaciones de comunidad [intereses comunes] entre los hombres provocará esos sentimientos compartidos, esas identificaciones. Y sobre ellas descansa en buena parte la estructura de la sociedad humana.

Una queja suya sobre el abuso de la autoridad me indica un segundo rumbo para la lucha indirecta contra la inclinación bélica. Es parte de la desigualdad innata [es decir, no sociocultural], irremediable como tal, y, por consiguiente no eliminable, entre los seres humanos que se dividan en conductores (in Führer) y conducidos (in Abhängige). Estos últimos constituyen la inmensa mayoría, necesitan de una autoridad que tome por ellos decisiones que ellos mismos no podrían o sabrían tomar y a las cuales las más de las veces se someterán incondicionalmente. En este punto habría que intervenir y debería ponerse mayor cuidado que hasta ahora en la educación de un estamento superior de hombres de pensamiento autónomo (um eine Oberschicht selbständig denkender), que no puedan ser corrompidos y luchen por la verdad, sobre quienes recaería la dirección de las masas heterónomas. No es preciso demostrar que los abusos de poder del Estado (Staatsgewalt) y la corrupción de sus dirigentes así como la censura de pensamiento o directa o indirectamente la prohibición de pensar decretada por la Iglesia [o las Iglesias e instituciones que tienen sus maestros y doctores que piensan por usted] no favorecen una generación así. Lo ideal sería, desde luego, una comunidad de hombres que hubieran sometido su vida pulsional e impulsiva a los juicios de la razón y sus dictados. Ninguna otra cosa sería capaz de producir una unión más sólida y fundamentada entre los hombres, y ello aun renunciando a los lazos afectivos entre ellos ya sea por realmente inexistentes o prácticamente inconvenientes[4]. Pero una vez más una esperanza tal es con muchísima probabilidad una esperanza utópica. Otras vías para evitar indirectamente la guerra pueden parecer ciertamente más fácilmente transitables, pero tampoco prometen un éxito rápido, pues no parece demasiado fácil pensar en molinos que muelen tan lentamente que uno sin duda se morirá de hambre antes de tener harina.

Como usted ve, no es mucho lo que se logra cuando se pide consejo sobre tareas prácticas urgentes al despistado teórico alejado del mundo y de la vida social. Tal vez esa prisa por concluir sea el producto de una precipitación que no quiere pensar demasiado porque si así lo hiciera perdería la esperanza de solución y su acción carecería de sentido, corriéndose el peligro de que nadie movería un dedo. Así que lo mejor es afanarse en cada caso por enfrentar el peligro con los medios que se tienen a mano y como buenamente se pueda. Sin embargo, me gustaría tratar todavía un problema que usted no plantea en su carta y que me interesa particularmente: ¿Por qué nos indignamos y sublevamos tanto contra la guerra, usted y yo y tantos otros? ¿Por qué no la admitimos como una más, y no hay pocas, de las tantas penosas y dolorosas miserias y calamidades de la vida? Es que eso es lo natural, ella parece acorde a la naturaleza, ciertamente lejos del paraíso soñado, bien fundada biológicamente y apenas evitable en la práctica. ¿Por qué nos cuesta tanto partir de, y enfrentar las cosas como son? No se indigne usted de la ironía de mi planteo y de mis preguntas. Tratándose de una indagación como esta, acaso sea lícito ponerse la máscara de una superioridad que uno no posee realmente. La respuesta sería: porque todo hombre tiene derecho a la vida, a su propia vida; porque la guerra destruye vidas humanas prometedoras y llenas de esperanzas; porque coloca al individuo en situaciones que hieren su dignidad y son denigrantes; porque lo obliga a matar a otros, cosa que él no quiere; porque destruye preciosos valores materiales, productos del trabajo humano, y tantas cosas más. Además, la guerra en su forma actual ya no ofrece oportunidad alguna para cumplir el viejo ideal heroico, y debido al perfeccionamiento de los medios de destrucción masiva una guerra futura significaría el exterminio no sólo de uno de los contendientes sino de ambos. Todo eso es cierto, ¡quién podría negarlo! y parece tan indiscutible que sólo cabe asombrarse al observar que las guerras continúan y que todavía no han sido firmemente condenadas por un convenio universal entre los hombres. Sin embargo, a pesar de lo convincente de esos argumentos, todavía se pueden poner en entredicho algunos de estos puntos. Es discutible que la comunidad no deba tener también un derecho sobre la vida de ciertos individuos; por otra parte, no es posible condenar todas las clases de guerra por igual; mientras existan reinos y naciones dispuestos a la aniquilación despiadada de otros, estos tienen que estar preparados para defenderse y, por consiguiente armados para la guerra si quieren subsistir. Pero pasemos con rapidez sobre todo eso, pues no es la discusión a que usted me ha invitado. Apunto a algo diferente: creo que la principal razón por la cual nos sublevamos contra la guerra es que no podemos hacer otra cosa [por nuestra impotencia o imposibilidad de hacer otra cosa]. Somos pacifistas porque nos vemos obligados a serlo por razones orgánicas. Entonces nos resulta fácil justificar nuestra actitud mediante argumentos intelectuales.

Esto no se comprende, claro está, sin explicación. Opino lo siguiente: Desde épocas inmemoriales se desenvuelve en la humanidad el proceso del desarrollo de la cultura. (Sé que otros prefieren llamarla «civilización»[5].) A este proceso debemos lo mejor que hemos logrado y que hemos llegado a ser y, por cierto, también una buena parte de aquello a raíz de lo cual nos quejamos. Sus causas y orígenes son oscuros, su desenlace incierto, algunos de sus caracteres muy visibles. Acaso lleve a la extinción de la especie humana, pues inhibe y perjudica la función sexual en más de una manera, y ya hoy las razas incultas y las capas retrasadas de la población se multiplican con mayor rapidez que las de elevada cultura. Quizás este proceso sea comparable con la domesticación de ciertas especies animales; sin duda conlleva alteraciones corporales; pero el desarrollo de la cultura como un proceso orgánico de esa índole no ha pasado a ser todavía una representación familiar. Las alteraciones psíquicas no siempre deseables sobrevenidas con el proceso cultural son llamativas e indubitables. Consisten en un progresivo desplazamiento de los fines pulsionales y en una creciente limitación de las mociones pulsionales. Sensaciones que eran placenteras para nuestros ancestros se han vuelto para nosotros indiferentes o aun desagradables y hasta insoportables; la modificación de nuestras exigencias ideales éticas y estéticas parecen tener un fundamento orgánico. Entre los caracteres psicológicos de la cultura, dos parecen ser los más importantes: el fortalecimiento del intelecto, que empieza a gobernar a la vida pulsional, y la interiorización de las tendencias agresivas, con todas sus consecuencias ventajosas y peligrosas. Ahora bien, las actitudes psíquicas que se nos imponen cada día más por el proceso de la cultura son contradichas de la manera más flagrante y violenta por la guerra, y por eso nos vemos precisados a sublevarnos contra ella, lisa y llanamente no la soportamos más, estamos hartos de guerras. La nuestra no es una mera aversión intelectual y afectiva, sino que en nosotros, los pacifistas, se revuelve una intolerancia constitucional, una idiosincrasia extrema, por así decirlo. Y hasta parece que el rebajamiento estético implícito en la guerra contribuye a nuestra rebelión en grado no menor que sus crueldades.

¿Cuánto tiempo tendremos que esperar hasta que los otros también se vuelvan pacifistas? Sin duda no es posible decirlo, pero quizá finalmente no sea una esperanza utópica que la influencia de esos dos factores -el de la actitud cultural y el de la justificada angustia ante los efectos de una guerra futura-, haya de poner fin a las guerras en una época no lejana y antes de que la humanidad desaparezca de la Tierra como se extinguieron en una época determinada ciertas especies en otro tiempo dominantes. Por qué caminos o rodeos se logre tal vez este fin no podemos colegirlo. Por ahora sólo podemos decirnos: todo lo que promueva el desarrollo de una cultura que no se funde en la represión pulsional sino en una educación racional de lo pulsional trabaja también contra la guerra.

Lo saludo a usted cordialmente, y le pido disculpas si mi exposición lo ha defraudado y esperaba otra cosa de mí.

Suyo

Sigmund Freud



[1] [NT] Freud desarrolló su teoría de la pulsión de muerte desde su escrito sobre Más allá del principio del placer (1920g), en A., vol. XVIII, p. 1-61.

[2] [NT] Georg Christoph LICHTENBERG (1742-1799)

Científico y escritor alemán. Fue profesor de física en la universidad de Gotinga a partir de 1769. Conocido fundamentalmente por sus Aforismos, difundidos en los “Göttinger Taschenkalender”, almanaque de cuya publicación se ocupó a partir de 1778, hacen de L. uno de los escritores más originales de la literatura alemana. Divertidas y profundas son también las Cartas desde Inglaterra, que nacieron, al igual que la Ilustración particularizada de los grabados de Hogarth, de dos viajes a Inglaterra (1770 y 1774-75). Las páginas de aforismos de L. surgen de motivos ideológicos, de consideraciones psicológicas y de su inagotable curiosidad por las costumbres y las formas sociales. L. se opuso radicalmente a la superstición religiosa, a los tradicionalistas y a los conformistas, pero también a los cultivadores de la “sensibilidad”, los jóvenes Stürmer prerrománticos.

[3] Freud nos descubre la trampa del significante en ese imperativo que se torna así en una redundancia: “ama al que ya amas porque lo crees como tú”. Véase el examen más profundizado de esta dificultad en El malestar en la cultura (1930a), A., XXI, p. 106 ss.

[4] Algunas observaciones al respecto pueden leerse en la lección 35 de las Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis (1933a), A., XXII, p. 158.

[5] Véase en El porvenir de una ilusión (1927c), A., XXI, p. 6, el comentario de Freud al respecto.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Freud a Einstein (primera parte de dos)

¿Por qué la guerra?

Carta de Freud a Einstein

Viena, septiembre de 1932

Estimado profesor Einstein:

Cuando me enteré de que usted se proponía invitarme a un intercambio de ideas sobre un tema que le interesaba y que le parecía digno asimismo del interés de los demás, lo acepté de buen grado. Esperaba que escogería un problema próximo a los límites de nuestros conocimientos actuales, en la frontera de lo cognoscible hoy, y hacia el cual cada uno de nosotros, el físico y el psicoanalista, pudieran abrirse una particular vía de acceso, de suerte que, aun viniendo de distintas procedencias, pudieran encontrarse en un mismo terreno, para tratar desde sus ámbitos respectivos un tema de interés general para el ser humano en sus actuales circunstancias. Con esta algo vaga expectativa me sorprendió usted con el gran problema planteado: ¿Qué puede hacerse para evitar a los hombres el amargo destino de la guerra y protegerlos de sus estragos? En un primer momento me asusté bajo la impresión de mí -a punto estuve de decir de «nuestra»- incompetencia al respecto, pues la cuestión de la guerra me pareció una tarea que compete a la práctica de los políticos y hombres de estado. Pero después comprendí que usted no me planteaba ese problema en tanto que investigador de la Naturaleza y físico, sino por amor a la Humanidad, y respondiendo a la invitación de la Liga de las Naciones, en una acción semejante a la de Fridtjof Nansen, el explorador del Polo Ártico, cuando asumió la tarea de prestar auxilio a los hambrientos y a las víctimas sin techo de la Guerra Mundial. Además recapacité entonces, advirtiendo que no se me invitaba a ofrecer propuestas o soluciones prácticas, sino sólo a indicar el aspecto que cobra el problema de la prevención de las guerras en una consideración psicológica o, más estrictamente, psicoanalítica.

Pero también en su carta usted ya ha dicho casi todo lo que puede decirse sobre esto. Me ha ganado el rumbo de barlovento, por así decir, pero de buena gana navegaré siguiendo su estela y me limitaré a corroborar todo cuanto usted expresa, procurando exponerlo más ampliamente según mi mejor saber -o conjeturar-.

Comienza usted con el nexo entre derecho y poder. Es ciertamente el punto de partida que me parece más adecuado para nuestra indagación. ¿Puedo sustituir la palabra «poder» (“Macht”) por el término, más rotundo y más duro, de «violencia» («Gewalt»)[1]? Derecho y violencia son hoy opuestos [contrarios] para nosotros. Es fácil mostrar que el primero se desarrolló como una forma “más civilizada”[2] desde la segunda, y si nos remontamos a los orígenes y pesquisamos cómo surgió este fenómeno, la solución se nos presenta sin excesiva dificultad. De todos modos discúlpeme si en lo que sigue cuento, como si fuera una novedad, cosas que todo el mundo, a poco que reflexione al respecto, sabe y admite; es la estructura argumental lógica que quiero dar a mi exposición la que lo hace necesario.

Pues bien, los conflictos de intereses entre los hombres se zanjan en principio mediante un expediente somero: la violencia, es decir el recurso a la fuerza impositiva sobre otro u otros. Así es en todo el reino animal, del que el hombre haría bien en no excluirse tan fácilmente; además en el caso del animal humano se suman todavía conflictos de opiniones, que pueden alcanzar incluso hasta el máximo grado de la abstracción y que como tales parecerían requerir de otros expedientes para resolverse. En todo caso, esa es una complicación tardía, relativamente reciente. Al comienzo, en las pequeñas hordas humanas primitivas[3], era la fuerza muscular la que decidía [ante un conflicto de intereses referidos a objetos que no eran compartibles o que no querían compartirse] a quién pertenecía algo o de quién debía hacerse la voluntad. La fuerza muscular se vio pronto reforzada, aumentada y sustituida por el uso de instrumentos: vence quien tiene las mejores armas o las emplea con más destreza, el más hábil sustituye entonces al más fuerte. Al introducirse las armas, ya la superioridad intelectual o simplemente mental empieza a ocupar el lugar de la fuerza muscular bruta e incluso a la habilidad, el más listo sustituye entonces al más hábil o al más fuerte; pero, el propósito último [el objetivo final] de la lucha o de la disputa sigue siendo el mismo: una de las partes contendientes, por el daño que reciba o por la paralización de sus fuerzas, será obligada a deponer sus pretensiones, sus reivindicaciones o simplemente su antagonismo opositor. Ello naturalmente se conseguirá de la manera más radical cuando la violencia elimine duraderamente al contrincante, o sea, seamos claros, cuando se lo mate. Esto, sin duda, además tiene la doble ventaja de impedir que insista y vuelva a empezar otra vez su oposición, y de que el destino sufrido por él sirva de escarmiento y haga que otros se arredren de seguir su ejemplo y abandonen definitivamente la lucha[4]. Además, la muerte del enemigo satisface una tendencia pulsional que habremos de mencionar más adelante. En algún momento, es posible que este propósito de matar se vea contrariado por la consideración de que respetando la vida del enemigo, pero manteniéndolo atemorizado, pueda aprovechárselo para realizar servicios útiles para el vencedor, obteniendo así beneficios a su costa y a bajo coste. Entonces la violencia se contentará con someterlo o subyugarlo en vez de matarlo. Es el comienzo del respeto por la vida del enemigo, gracias a la ventaja que de este modo el vencedor puede sacar de la explotación del vencido, pero, desde ese momento el triunfador deberá afrontar y contar con los deseos latentes y el amenazante afán de venganza del vencido, y estar dispuesto de este modo a resignar una parte de su propia seguridad [lo que se ahorró al someterlo deberá gastarlo ahora en vigilarlo y tenerlo a buen recaudo].

He ahí, pues, la situación originaria, el imperio del poder más grande, de la violencia bruta o más o menos refinadamente apoyada en la pericia y el intelecto. Sabemos que este régimen se modificó gradualmente en el curso del desarrollo, y cierto camino llevó de la violencia al derecho. ¿Pero, cuál fue ese camino? Uno solo, yo creo. Pasó a través del hecho de que la fuerza mayor de uno podía ser compensada y vencida por la unión de varios más débiles. «L'union fait la force» [“La union hace la fuerza”]. La violencia [del más fuerte] es reducida, quebrantada y finalmente vencida por la unión de varios aisladamente más débiles, y ahora el poder de estos unidos constituirá el derecho en oposición a la violencia del único. Vemos pues, que el derecho no es sino el poder de una comunidad. Pero no se olvide que todavía sigue siendo una violencia dispuesta a ejercerse y preparada para dirigirse contra cualquier individuo que se le oponga; trabaja con los mismos medios, persigue los mismos fines; la diferencia sólo reside, real y efectivamente, en que ya no es la violencia de un individuo la que se impone, sino la de una comunidad, la de un grupo más o menos numeroso de individuos mancomunados en vistas a un interés compartido. Ahora bien, para que se consume ese paso de la violencia al nuevo derecho es necesario que se cumpla una condición psicológica. La unión de los muchos, la unidad del grupo asociado tiene que ser suficientemente permanente, duradera para alcanzar los fines a los que sirve. Nada se habría conseguido si se formara puntualmente sólo a fin de combatir a un tipo excesivamente poderoso y se dispersara tras su doblegamiento, pues el próximo que se creyera más fuerte aspiraría de nuevo a un imperio violento y el juego se repetiría indefinidamente. La comunidad [de Derecho] debe ser conservada de manera permanente, debe organizarse, promulgar decretos, prevenir las sublevaciones temidas, establecer órganos ejecutivos que velen por la observancia de aquellos -de las leyes- y tengan a su cargo la ejecución de los actos de violencia legales, acordes al derecho, en una suerte de monopolio oficial del uso de la fuerza. En la admisión y el reconocimiento de tal comunidad de intereses y de su administración en grupo, se establecen entre los miembros de ese grupo de hombres unidos ciertos vínculos afectivos, sentimientos comunitarios, incluso gregarios, y es en ellos fundamentalmente en los que estriba su genuina fortaleza, su sólido poder[5].

Pienso que con esto ya está dado todo lo esencial: el vencimiento de la violencia (die Überwindung der Gewalt) mediante la transferencia del poder (durch Übertragung der Macht) a una unidad mayor, que se mantiene cohesionada por lazos afectivos entre sus miembros. Todo lo demás que sucede después son aplicaciones de detalle y repeticiones [de esta fórmula]. Las circunstancias son simples y este estado de cosas no se complica mientras la comunidad se compone sólo de un número de individuos igualmente fuertes (einer Anzahl gleich starker Individuen). Las leyes de esa asociación determinan entonces la medida en que el individuo debe renunciar a la libertad personal de usar su fuerza como violencia, a fin de que sea posible la convivencia segura. Pero semejante estado de reposo (Ruhezustand) es concebible sólo en la teoría; en la realidad, la situación se complica por el hecho de que la comunidad real incluye [está formada por] desde un principio elementos de poder desigual (von Anfang an ungleich mächtige Elemente), varones y mujeres [que no gozan de los mismos privilegios en las diferentes culturas, donde la diferencia real se traduce en desigualdad social jerárquica], padres e hijos, y pronto, a consecuencia de guerras y sometimientos, vencedores y vencidos, dominantes y dominados, que se trasforman en amos y esclavos. Entonces el derecho de la comunidad se convierte en la expresión de una desigual relación y distribución del poder que impera en su seno [con las consecuentes desigualdades en cuanto al goce de los bienes de la comunidad]; las leyes son hechas por los dominadores y están hechas para ellos, para beneficiar a ese grupo dominante, y son escasos los derechos concedidos a los sometidos o las ventajas que les proporciona el Derecho al grupo dominado. A partir de ahí existirán en la comunidad dos fuentes de movimiento en el derecho (Rechtsunruhe)[6], y, en consecuencia, de la posibilidad de su desarrollo en el establecimiento de nuevas legislaciones. Por un lado y generalmente en primer lugar, algunos individuos entre los amos o dominadores tratarán de eludir las restricciones de vigencia general, para ponerse por encima de las limitaciones vigentes, vale decir, para regresar del imperio del derecho y de la ley común al de la violencia y de la ley del más fuerte; por otro, en segundo lugar, los oprimidos tenderán y se empeñarán constantemente en procurarse más poder y querrán ver reconocido ese fortalecimiento en esos cambios en la ley [que estos hallen eco en el Derecho común], es decir, para avanzar y de acuerdo con esa tendencia progresar, contrariamente, de un Derecho desigual a la igualdad de derechos. Esta última corriente se vuelve particularmente importante o significativa cuando en el interior de la comunidad sobrevienen en efecto desplazamientos en las relaciones de poder, como puede suceder a consecuencia de variados factores históricos. El derecho puede entonces adaptarse [adecuarse] poco a poco a las nuevas relaciones de poder, o, lo que es más frecuente, si la clase dominante no está dispuesta a reconocer ese cambio, se llega a la sublevación, a la guerra civil, es decir, a una cancelación transitoria temporal del derecho y a nuevas confrontaciones violentas tras cuyo desenlace pueden ceder su dominio a la institución de un nuevo orden legal, de derecho. Además, hay otra fuente de evolución del derecho, que sólo se exterioriza de manera pacífica: es la debida al desarrollo y la consiguiente transformación cultural de los miembros de la colectividad; pero esta última pertenece a un contexto que sólo más tarde podrá tomarse en cuenta [véanse p. 15-16].

Vemos, pues, que aun dentro de una unidad de derecho rigiendo una misma colectividad no es posible evitar [y hasta ahora obviamente no ha sido posible en el estado actual de la civilización] la tramitación violenta de los conflictos de intereses. Pero las relaciones de mutua dependencia derivadas de las necesidades y fines comunes, de recíproca comunidad que produce la convivencia en un mismo territorio son favorables a la terminación rápida de tales luchas, de modo que bajo esas condiciones aumenta sin cesar la probabilidad de que se recurra a medios no violentos y a soluciones pacíficas para resolver los conflictos inevitables de intereses contrapuestos. Sin embargo, un vistazo a la Historia de la humanidad (ein Blick in die Menschheitsgeschichte) nos muestra una serie continuada de conflictos entre un grupo social y otro u otros, entre unidades mayores y menores, entre asociaciones o grupos sociales, ciudades, municipios, comarcas, linajes, pueblos, naciones, reinos; conflictos que casi invariable y finalmente siempre se deciden mediante la confrontación violenta en menor o mayor grado, decididos por la confrontación bélica de las respectivas fuerzas. Tales guerras desembocan en el pillaje o en el sometimiento completo, la conquista de una de las partes contendientes. No es posible formular un juicio unitario que englobe todas esas guerras de conquista. Algunas (Manche), como las de los mongoles y turcos, sólo llevaron a calamidades y no aportaron sino desgracia; otras, por el contrario, contribuyeron a la transformación de violencia en derecho, pues produjeron unidades mayores dentro de las cuales cesaba la posibilidad de emplear la violencia y un nuevo orden legal zanjaba los conflictos. Así, las conquistas romanas trajeron la preciosa pax romana para los pueblos del Mediterráneo. El gusto de los reyes franceses por la expansión creó una Francia próspera y floreciente, pacíficamente unida. Entonces, por paradójico que parezca, tal vez habría que admitir que la guerra no siempre es un medio inadecuado para restablecer la anhelada paz «eterna», ya que es capaz de crear aquellas unidades mayores dentro de las cuales un fuerte poder central haría imposible ulteriores guerras en su seno. Pero, en realidad, la guerra no sirve para este fin, pues los resultados de la conquista no suelen ser duraderos; las unidades de reciente creación vuelven a dividirse y fragmentarse justamente a causa de la escasa coherencia y cohesión que comporta una unión forzada de las partes unidas por la fuerza de la violencia ejercida por aquel poder central. Además, hasta hoy la conquista sólo ha podido crear uniones parciales, incompletas, si bien de mayor extensión que en el pasado, cuyos conflictos internos también más extensos suscitaron, suscitan y, sin duda suscitarán más que nunca la resolución violenta. Así, la consecuencia de toda esa tozudez bélica sólo ha sido que la humanidad permute numerosas guerras pequeñas e incesantes por grandes guerras, infrecuentes, pero tanto más devastadoras[7].

Aplicado esto a nuestro presente, se llega al mismo resultado que usted alcanzó por un camino más corto. Una prevención segura de las guerras sólo es posible si los hombres se ponen realmente de acuerdo en la institución de un poder central reconocido de este modo y privativo de la violencia, al cual se delegaría la atención y resolución de todos los conflictos de intereses. Evidentemente esta formulación comporta dos condiciones necesarias: (1) la creación efectiva de una instancia superior de esa índole y (2) que se le otorgue [lo cual no quiere decir que tenga efectivamente en todos los casos de conflicto, Freud está hablando de condiciones necesarias, no de condiciones suficientes] el poder suficiente para la consecución eficaz del fin que se pretende con su instauración. De nada valdría una cosa sin la otra, cualquiera de las dos por si sola sería suficiente. Ahora bien, la Liga de las Naciones fue concebida y proyectada como una instancia de este orden [es decir, cumpliría aparentemente la condición 1], pero la otra condición [la condición 2] no ha sido cumplida, pues ella no tiene un poder autónomo y sólo puede recibirlo si los miembros de la nueva unión, los diferentes Estados, se lo traspasan [confieren] realmente. Y, por el momento parece haber pocas perspectivas de que ello ocurra. Con todo, se juzgaría erróneamente la institución de la Liga de las Naciones si al menos no se reconociera que estamos ante un ensayo pocas veces emprendido en la Historia de la humanidad -o nunca hecho antes en esa escala-. Se trata de un intento de conquistar la autoridad -es decir, el poder de influir perentoriamente-, que habitualmente descansa en la posesión efectiva del poder, mediante la invocación de determinadas actitudes idealmente convenientes. Hemos puesto de manifiesto que una comunidad humana se mantiene unida o cohesionada gracias a dos factores: la presión de la violencia (der Zwang der Gewalt) y los lazos afectivos (die Gefülsbindungen) -técnicamente se los llama identificaciones- entre sus miembros. Si falta uno de esos factores, es posible que el otro mantenga la comunidad. Desde luego, las ideas sólo alcanzan predicamento cuando expresan importantes intereses comunes a todos los miembros de la comunidad. Cabe preguntarse entonces por su fuerza. La Historia nos enseña que pudieron ejercer, en efecto, una considerable influencia. Por ejemplo, la idea panhelénica, la consciencia de ser superiores a los bárbaros vecinos, que halló una expresión tan poderosa en las anfictionías, en los oráculos y en las olimpíadas, fue suficientemente fuerte como para suavizar las costumbres guerreras entre los griegos, pero evidentemente no fue capaz de impedir disputas bélicas entre las distintas partes constitutivas de la unidad del pueblo griego y ni siquiera para evitar que una ciudad o una confederación de ciudades se aliara con el poderoso enemigo persa en detrimento o perjuicio de otra ciudad rival. Tampoco el sentimiento de comunidad en el cristianismo, sin duda alguna ciertamente bastante poderoso, logró evitar que pequeñas y grandes ciudades y Estados cristianos del Renacimiento se procuraran la ayuda del Sultán en las guerras que libraban entre ellas. Y por lo demás, en nuestra época no existe una idea a la que pudiera conferirse semejante autoridad unificadora. Es harto evidente que los ideales nacionales que hoy imperan en los pueblos los esfuerzan a una acción contraria. Ciertas personas predicen que sólo el triunfo universal de la ideología bolchevique podría poner fin a las guerras, pero en todo caso estamos hoy aún muy lejos de esa meta y quizá eso sólo se conseguiría tras espantosas guerras civiles. Parece, pues, por consiguiente que el intento de sustituir el poder real por el poder de las ideas está hoy por hoy condenado al fracaso. Y se yerra en la cuenta si no se considera que el derecho fue en su origen violencia bruta y que todavía no puede prescindir de apoyarse en la violencia y lleva sus huellas.



[1] [Nota del traductor] La palabra Macht en alemán se vincula más a un poder de acción, a una fuerza activa, en tanto que el término Gewalt significa un poder capaz de imponerse a otro, un poder menos natural, de hecho “poder” y “violencia” son dos acepciones de la palabra alemana Gewalt, que significa asimismo: dominio, señorío. afán de mando.

[2] [NT] Lo ponemos entre comillas porque el Derecho puede ser una forma más sutil y aceptable, “más civilizada” de ejercicio de la violencia.

[3] Freud emplea el término “horda” para designar un grupo humano pequeño, como parece que era el caso en los primeros homínidos. Cf. FREUD, S. (1912-13), Tótem y tabú, A.,XIII, p. 128.

[4] [NT] De manera excelente este argumento fue desarrollado brillantemente por Hegel en su noción de la dialéctica entre el amo y el esclavo. Cf. HEGEL, La fenomenología del espíritu.

[5] [NT] Freud desarrolla esta idea en su Psicología de los grupos y análisis del yo (1921c), en A., vol. XVIII, p. 63-136.

[6] [NT] Freud opone en un lenguaje fisicalista el estado de reposo y de fijeza del Derecho y de las normas legislativas al estado de movimiento inductor de cambios en él y de nuevas leyes.

[7] [NT] Téngase en cuanta que estas palabras están escritas en 1932 es decir unos cuantos años antes de la Segunda Guerra mundial. Por otra parte, Freud en esa lucidez casi profética, aunque en realidad producto de una lógica implacable, no pudo prever explícitamente un tercer resultado el que nos ofrece esa suerte de terrorismo universal actual, donde como se ha dicho el enemigo es difuso. Efectivamente, si la “unidad socio-política” es mundial, global, y el poder central es ejercido por la fuerza de la violencia de un grupo dominante identificado en este caso con los intereses del gran capital, entonces cabe esperar que el conflicto interior se instale de manera extensa en el seno de esa unidad máxima y que eso dé lugar a la proliferación de grupos antisistema para cuyo control y contención serán necesarios cada vez mayores medios represivos con la consiguiente merma de libertades globales asimismo. ¿Acaso la situación actual no se aproxima a ese estado de cosas en ciernes?